Capitulo 3: Negación

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Uno de aquellos días la guerrera y el joven heraldo se citaron en los dominios de Mercurio para degustar una abundante comida, en donde figuraba la presencia de finos cortes, vino, y algo poco usual en la dieta del Dios, frutos provenientes de la Tierra que el mismo solicitó para deleitar a su invitada.

Carentes del elixir de ambrosia, las frutas de la Tierra no poseían las vivas tonalidades y perfecta morfología de aquellas cultivadas en el Monte Olimpo. Su apariencia simple y brusca, hicieron titubear al anfitrión, pero sus dudas fueron satisfactoriamente disipadas con el evidente y completo agrado que provocaron en  la Princesa.

—Por un instante me sentí agraviado al ofrecer tan burdo banquete a mi encantadora comensal, pero ahora veo con absoluto placer que mis intentos por complacerte han sido exitosos. 

—Querido hermano, debes probarlos, así darás fe de que las riquezas que la Madre Tierra provee a sus hijos son tan deliciosas como el manjar de los Dioses.

Acto seguido, Athena sostuvo entre sus dedos una pequeña rebanada de higo y la ofreció al noble emisario, rozando accidentalmente sus labios al depositar el fruto en su boca.

Fue el exquisito néctar de la fruta y el cálido contacto con la suave y perfumada piel de la Diosa,  los que extasiaron al gallardo Hermes haciéndole entrecerrar los ojos y sostener con avidez la mano de su hermana en un intento por retenerla a los ínfimos milímetros que yacía cerca de su rostro.

Dicho suceso perduró tan sólo instante o quizás una eternidad. Lo cierto es que, aquel relámpago de emociones los apartó por un instante de la realidad, exaltando los briosos acordes de sus corazones y revistiendo todo alrededor suyo en formas celestes y luminosas.

A estas alturas,  un raudal de sentimientos había florecido indudablemente en el interior de ambas Deidades, tornándose cada vez más evidente al transcurso del tiempo que compartían juntos. Dicha afinidad pronto se convirtió en una ferviente necesidad por la presencia del otro y en una atracción imposible de reprimir.

Hermes, consciente de la condición de su hermana y las rigurosas prohibiciones que el Dios Rey había decretado sobre ella, decidió callar sus verdaderas emociones, pero entre el rasgo de razón que le impedía externar tal sentimiento, existía un tenue rayo de esperanza que lo alentaba a luchar por conquistar lo inalcanzable.

Athena por su parte, al descubrirse presa de las emociones e instintos carnales que tanto repudiaba, se sintió asqueada consigo misma y resolvió despojarse de tales sentimientos concentrándose en su misión y recluyéndose en sus aposentos hasta  el día de combatir nuevamente en la Tierra.

Athena por su parte, al descubrirse presa de las emociones e instintos carnales que tanto repudiaba, se sintió asqueada consigo misma y resolvió despojarse de tales sentimientos concentrándose en su misión y recluyéndose en sus aposentos hasta  el...

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Como era costumbre, cada día el varón aguardó pacientemente la asistencia de la dama en el paraje dedicado a sus encuentros, pero en cada uno, vio burlada su espera ante la inexplicable ausencia de la Diosa.

Finalmente llegó el momento en el cual el Altísimo convocó a una nueva reunión y tras varios días de distanciamiento los hermanos volvieron a mirarse.

Al concluir la junta, Hermes se apresuró para encontrarse con Athena y en un intento por detenerla, la llamó por su nombre y extendió su mano para asirla por el brazo, pero antes de que viera concluida su acción, la fémina se apartó mostrando una clara expresión de desprecio y frialdad.

—No te atrevas a tocarme —susurró antes de seguir su camino sin siquiera posar la vista sobre su hermano.

Herido de un inmenso desconsuelo, Hermes permaneció en silencio, limitándose a observar el andar de su hermana, cuya silueta finalmente se perdió en la lontananza de los templos

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Herido de un inmenso desconsuelo, Hermes permaneció en silencio, limitándose a observar el andar de su hermana, cuya silueta finalmente se perdió en la lontananza de los templos.

Cuando la conmoción de aquel acontecimiento se disipó, Hermes decidió redimir sus inciertas pero evidentes culpas enviando a la Princesa ricas guirnaldas de mirto y flores desconocidas, cuya rareza y extravagancia solo eran comparables con su hermosura y el exquisito aroma que desprendían.

—Señora Athena —exclamó Owl, su mensajera personal y la más fiel de sus siervas.

—¿Qué haces aquí? Pedí que no me molestaran —profirió la reservada Deidad mientras mantenía su vista ocupada en lo que parecía ser un mapa de estrategias militares.

—Mil perdones Diosa mía, han llegado más flores de parte de su hermano.

—Aléjalas de mi vista. Vuélvelas al jardín de donde han sido arrancadas u ofrécelas a las ninfas.

—He notado el sufrimiento en sus ojos —respondió su leal compañera al no poder contener su preocupación—. Fui testigo de la felicidad que precedió a su honda tristeza. ¿Acaso el Dios Hermes es el autor de la angustia que la aqueja y consume?

—Los asuntos de los Dioses no son de tu incumbencia —respondió Athena con un tono irritado—. Eres una sierva, no olvides cuál es tu lugar.

—Pero mi señora, yo…

—¿Osas cuestionarme? —expresó la Divinidad levantándose de su asiento con un movimiento brusco e impetuoso— ¡¿Qué esperas?! ¡Sal de mi vista!

Al concluir dichas palabras, un profusión de emociones tan intensas como antagónicas, abrasaron su alma enardeciendo sus entrañas, en la consumación de la lucha interna en la cual, su sentido del deber había reñido todo ese tiempo contra los sentimientos que al cabo nunca logró suprimir.

Tan pronto su sirvienta se retiró del lugar y con el último rastro de voluntad que aún poseía, Athena corrió hacia la terraza implorando el favor del céfiro para apaciguar con sus generosos rumores el fragor de sus pensamientos.

A pesar de sus intentos por gobernarse, la siempre altiva, noble y beligerante Señora de Atenas cayó sobre sus rodillas y apoyó sus manos sobre el mármol mientras su  frente se inclinaba hacia el suelo con el acerbo sabor de la derrota sobre sí misma.

Su cuerpo y mente, escenarios de tan cruenta disputa, finalmente habían sido doblegados y se derrumbaban en  ruinas a través de un llanto amargo y doloroso.

Palas Atenea, que siempre fue recta y soberbia, se jactaba de su propio honor y valentía. Por ello vio en el amor, una debilidad que ensuciaba su alma con el estigma de la deshonra. No podía evitar sentirse contrariada, pues todo cambio exige la renuncia de algo de sí mismo y sus fuertes sentimientos, la obligaban a desprenderse de todo aquello que la enorgullecía.

Fue entonces, que entre ese intrincado abismo de desolación, un fugaz y maquinal movimiento de sus pupilas le hizo inclinar la mirada hacia los límpidos y serenos horizontes de la Tierra, los cuales parecían ofrecerle en su lecho de níveos y aterciopelados nimbos, el consuelo y el esclarecimiento a todas sus interrogantes.

En aquel lenguaje mudo y misterioso, cuya ininteligible voz sólo es comprensible entre los seres que la profesan, una secreta revelación alcanzó el  corazón de la Deidad inundándolo de la codiciada tranquilidad y el entendimiento que finalmente la llevó a tomar una importante decisión.

Así, la hermosa Athena enjugó su llanto sin temor o duda que atormentara su semblante. Se puso de pie y con todo el valor y entereza que la identifican, se hizo de un nuevo decreto, de tan delicada naturaleza que pondría en riesgo su existencia, pues traería consigo su propia ruina, la cual estaría dispuesta a encarar hasta el final.

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