Capitulo 9: Mi Dios adorado.

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Habían transcurrido siete días desde la consumación de la guerra que azotó a la Tierra mostrándole su era más oscura y en donde el bando de los justos finalmente obtuvo la victoria gracias al valor de los soldados atenienses que ofrendaron sus vidas en el campo de batalla. Aquella terrible contienda arrasó con la élite del Zodiaco, dejando como único sobreviviente a Barbicane, el Santo dorado de Tauro, que ahora ostentaba el título de Patriarca.

A partir de entonces, torrentes incontenibles de lluvia se derramaron sobre el país helénico. Las densas y tupidas gotas se asemejaban a las lágrimas de los muertos que en su triste melancolía parecían lavar con su inmaculada pureza, los restos de maldad vertidos sobre su tierra. 

Sólo el estruendo intempestivo de las derruidas estructuras desplomándose sobre sus despojos, interrumpía el silencio luctuoso que reinaba en los páramos desolados.

En la cúspide del Santuario, se encontraba la joven portadora del alma de la Diosa de la Guerra. Creció como una mujer temeraria en el campo de batalla, con un temple cálido y gentil para con sus subordinados.

Aglauro, su fiel institutriz, la había guiado por el camino de la justicia y el conocimiento, velando por su seguridad como una cariñosa madre adoptiva.

Su entero despertar surgió durante sus años de infancia y con ello, sus memorias volvieron, incluyendo la que atesoraría como su más querida reminiscencia: el bello amor del galante Dios que en efecto y rindiéndole honor a su símbolo, le robó el corazón en las sacras tierras del Monte Olimpo.

Noche tras noche le dedicó dulces coloquios, alimentados por la esperanza de encontrarle al albor de la mañana. Ese día no fue la excepción, sin embargo, la espera se tornaba cada vez más angustiosa y sus palabras, casi como una súplica, lo llamaban con aflicción.

—La Guerra Santa ha terminado, el tiempo y el lugar acordado es aquí y ahora. A pesar de ello, no logro encontrar ni una sola huella que me guíe hasta ti. Sé que vendrás, cumplirás tu promesa ¿no es verdad, Hermes? ¿O acaso tú…?

Pero incluso las fervientes oraciones de una mujer enamorada, son incapaces de penetrar en un espíritu que ha sido devastado por terrores inconcebibles.

La sombra de la maldad llegó hasta el otro lado del mar Egeo, en donde toda una nación lloraba la pérdida de sus hermanos, hijos, padres y esposos.

Aquella se trataba de una escena en donde yacían plasmados los terrores más viles del infierno: lamentos desgarradores en un ambiente colmado por el hedor de los cadáveres insepultos y una plaga de insectos carroñeros atraídos por el festín de carne putrefacta.

En cuestión de días, hombres y bestias enfermaron. Frente al temor de una epidemia y el espacio insuficiente para una aceptable sepultura, las personas se vieron obligadas a ir en contra de sus propias creencias e incinerar a sus difuntos.

El cielo se veía ennegrecido por la columna de humo que desprendía la pira funeraria en donde las vagas siluetas de los cuerpos se divisaban entre las llamas oscilantes. 

En medio de la multitud, yacía un muchacho sosteniendo una antorcha encendida. Sus ropas empolvadas y su rostro manchado con la sangre de sus muertos, se mantenía frío e inexpresivo.

El suyo era un llanto sin lágrimas, un dolor que corroe desde el punto medular del alma y da origen a los sentimientos más bajos y los pensamientos más hostiles.

El Dios Hermes, Príncipe del Olimpo, Señor de los viajeros y Patrón de los Atletas, que en su afán por encontrarse con su Diosa amada, ahora se rendía ante la miseria humana, inconsciente de su esencia al ser despojado de sus propios recuerdos.

Reminiscences of the StarsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora