Capitulo 12: Como Mortales

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En un sitio suficientemente alejado y libre de miradas curiosas, se inclinaron sobre los estériles eriales.  A partir de una delgada herida en sus muñecas, hilos de sangre se deslizaron hasta la tierra en donde ambos posaron sus manos, una sobre la otra.

Rápidamente, la superficie comenzó a calentarse ante la energía fluyendo a través de los suelos. Los inmensos campos recobraron su verdura e incluso, la envenenada atmosfera retomó su fragante esencia.

—Sólo una cosa más —pronunció Hermes ayudando a la Diosa a reincorporarse— quiero recuperar las cosas de mi padre, aún deben estar entre los escombros.

Al llegar al pueblo, encontraron a los asombrados habitantes dirigiendo sus rostros hacia el firmamento, agradeciendo a su Dios por el milagro que acababan de atestiguar. 

Procurando pasar desapercibidos, los jóvenes llegaron a los irreconocibles restos del hogar de Argento —Mejor espérame aquí —pronunció él—  es peligroso, esto está a punto de derrumbarse.

Mientras el chico intentaba recuperar los tesoros de su padre, Athena comenzó a alejarse del lugar, atraída por la curiosidad que le despertaba la singular vista de aquellas tierras para ella desconocidas.
Recién había cruzado unas cuantas veredas cuando fue acorralada por un lugareño.

—Una mujer griega, debe ser mi día de suerte.  —exclamaba el sujeto acercándose a la señorita y mirándola de arriba a abajo sin recato alguno—  Te llevaré a casa, trabajarás para mí y atenderás todas mis peticiones.

Contrariada por no querer romper la promesa que le había hecho a su hermano. Athena buscaba una forma de deshacerse de aquel tipo molesto sin utilizar su poder ni emitir una sola palabra.

En tal circunstancia…—a sus espaldas, pronunció el encolerizado Argento mientras sostenía al hombre por la cabeza y lo arrastraba lejos de su amada— te arrancaría cada una de las vértebras…

El individuo, que en efecto, había sido arrojado al piso, se levantó y corrió despavorido dejando en pos de sí una nube de polvo.

Athena alzó los hombros para deslindarse de la culpa sobre los hechos y Argento, inhalando una gran cantidad de aire para tranquilizarse, dejo caer sobre su cabeza un velo azulado bellamente bordado con brillantes hilos de colores y lentejuelas, una prenda típica de las mujeres del pueblo.

—Era de mi madre. Por lo menos no sospecharán que eres griega. Te llevaré a un lugar para que te vistas con el resto del traje.

Detrás de las intenciones de Argento se escondía la ilusión y la humana necesidad de atiborrar su estómago vacío con los deliciosos manjares que solía preparar la hermana de su padre. De esta forma, se dirigieron a su humilde hogar, el cual se trataba de uno de los pocos inmuebles que se habían mantenido en pie durante los días de contienda. 

¡Argento! ¡Hijo mío! —conmovida hasta las lágrimas, exclamaba la señora cuya edad parecía exceder la quinta década de la vida— ¡Es un milagro! Ninguno de los que te acompañaron a Grecia regresó con vida. Creí que habías muerto ¡Me alegra tanto que estés aquí!

Después de intercambiar algunas palabras de añoranza y cariño, la tía de Argento, situó la vista sobre la joven que detrás de su sobrino, permanecía en silencio y se limitaba a observar sus gestos de afecto.

—¿Quién es esta muchacha?

—Su nombre es Gulzar —respondió Argento— perdió a toda su familia durante la tragedia. Ahora soy lo único que tiene.

—Gulzar, un hermoso nombre acorde a un rostro tan bello, pero querido mío, el honor de esta jovencita será juzgado si la ven de la mano contigo.

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