Capitulo 5: Corazones Rotos

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—¡Herrero! —profirió Hermes con un acento iracundo— ¿¡siempre eres tan inoportuno!? 

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—¡Herrero! —profirió Hermes con un acento iracundo— ¿¡siempre eres tan inoportuno!? 

—¡Maldito seas! ¿Cómo te atreves a tocar a la hija del Soberano? —sin prestar tiempo a más acciones, el Dios ígneo  arremetió contra su oponente un sinfín de golpes con su hacha incandescente. La fuerza de Hefesto se veía enormemente potencializada por su rabia, sus brutales golpes derribaron a Hermes dejándolo a su merced.

Sin embargo, con ayuda de la espada de media luna que guardaba bajo su túnica, Hermes dio un golpe único y certero en la pierna derecha de Hefesto destrozándola casi por completo.

Aunque claramente grave, la sangrante herida no detuvo a su agresor, pues se encontraba totalmente determinado a  acabar con la existencia de aquel que intentaba robar su lugar en el corazón de Athena.

Colmada de indignación la Diosa se interpuso entre ambos rivales en el momento en que Hefesto estaba por asestar otro golpe. Vanos fueron los intentos del atacante por detenerse, pues el filo del hacha alcanzó a rozar la delicada piel de Athena y de su frente corrió como oro líquido, el icor divino.

Hefesto soltó su arma y una gélida sensación languideció su cuerpo al ver al objeto de su adoración herida por su causa.

—Hefesto —exclamó la fémina tras un breve silencio—. He traicionado los principios que yo misma juré proteger desde mi nacimiento…. Y a pesar de ello ni el temor ni la culpa son más grandes que el amor que siento por Hermes.

Si por mi deshonra es mi destino recibir el castigo divino en manos del Todopoderoso entonces… ¡Cúmplase la voluntad del Cielo! Pero te aseguro, que sea quien sea el enemigo ¡venderé cara mi vida!

—Y es por amor —Hefesto respondió—… que he de callar lo que he presenciado y sin embargo no habrá poder divino que me impida hablar si esto ha de repetirse.

Tan pronto se vieron concluidas aquellas palabras, el Dios se retiró a su forja. La herida recibida en su pierna le hizo avanzar con dificultad, más el daño físico no era nada en comparación a la amargura en su corazón. Su intenso amor por la Princesa únicamente se incrementó. Culpó a Hermes y lo maldijo en la lacerante profundidad de sus pensamientos. Juró entonces, deshacerse del falaz ladrón que seguramente había corrompido el corazón puro de su mujer anhelada.  

Hermes, que en efecto ya se había reincorporado a espaldas de Athena, la tomó de los hombros haciéndole girar y en un arrebato de amor inducido por las recién pronunciadas palabras de la Diosa, besó sus labios con tal fervor que la hizo estremecer y ruborizarse al instante.

Cuando finalmente se apartó de sus labios, comprendió la gravedad de sus acciones y un intenso carmesí inundó sus avergonzadas facciones. 

—¡A…Athena! ¡Yo…! ¡Ah! ¡Por favor! ¡Perdóname! ¡He sido demasiado atrev…!  —pronunciaba mientras inclinaba la cabeza y apretaba los ojos, pero antes de que terminara su oración, sintió como los gráciles brazos de su amada le rodeaban con suma ternura, en un acto en el que por primera vez y antes que ningún otro ser, logro experimentar la dulce y femenina fragilidad que Athena había guardado recelosamente desde su nacimiento.

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