Capitulo 18: Luz De Mis Ojos

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Vientos de serenidad se llevaron consigo todo rastro de la batalla. Las aves de la playa emitían sus característicos cantos matutinos y la nieve se derritió entre el verdor de la hierba.  La paz y la promesa de un radiante provenir surgía a la par del Sol en los sempiternos horizontes.

Hefesto fue indultado con el perdón de Athena y junto al Monarca, retornó a su morada en los Cielos.
Hermes decidió conservar sus heridas. Aunque tenía varios huesos rotos y un extremo agotamiento que lo dejó en cama durante semanas, estaba convencido de que el dulce aroma y la belleza de una rosa solo pueden pertenecerle a aquellos valientes que están dispuestos a ser lacerados por sus espinas.

Siete lunas transcurrieron desde entonces. Debido a que sus verdaderas identidades fueron expuestas durante el conflicto, los Dioses no pudieron retornar a su hogar en Esmirna, por lo que se asentaron en Macedonia.

Un dolor breve pero agudo despertó a la Diosa durante la madrugada. Su vientre bellamente abultado le impedía moverse con facilidad, a pesar de ello, hizo un esfuerzo para incorporarse y beber un vaso de agua. Notó entonces que la vasija se hallaba vacía y se puso de pie para dirigirse a la cocina. Apenas encaminó algunos pasos, cuando sintió un abundante liquido derramarse a través de sus piernas.

—A…Argento, Argento…

Pero su amado se encontraba sumergido en un profundo sueño. Yacía boca abajo y abrazaba la almohada plácidamente.

—¡Hermes! —prorrumpió con fuerza al ver que sus llamados no lograban despertarlo.
De un salto, Hermes despertó en medio de una gran confusión que le hizo enredarse entre las sábanas y caer por la orilla de la cama.

—¿Qué sucede? —Asomándose por el borde, cuestionó mirándole exaltado.

—Creo que…Llegó el momento…

El Dios Olímpico se puso de pie rápidamente y se dispuso a salir en busca de ayuda, pero al momento de cruzar la puerta, inmediatamente regresó y tomó a su mujer para recostarla en la cama.

—¡Koren! ¡Erianthe! —Gritó en el pasillo llamando a las siervas que el mismo Zeus había enviado para el servicio de sus hijos.

Pronto, las doncellas acudieron a sus órdenes e hicieron su habitual reverencia. Sus rostros sonrojados y sus miradas tímidas se mantuvieron prendidas sobre su faz.

Hermes había salido apresuradamente y no tuvo tiempo para vestirse, por lo que se hallaba en ropa interior.

Dándose cuenta de ello, rápidamente se cubrió con ambas manos.

—¡Deprisa! ¡Athena va a dar a luz! 

Las siervas entraron a la habitación, que ante los últimos meses de gestación ya se encontraba provista con lo necesario para el parto. Detrás de ellas, Hermes se dirigía a acompañarlas, pero la puerta le fue cerrada en las narices.

Segundos después, fue abierta por una de las doncellas, que le ofreció su ropa para que se vistiera.

—Por favor Alteza, espere afuera.

Así lo hizo durante poco más de dos horas, permaneció sentado en el pasillo y de cuando en cuando se levantaba dando vueltas de un lugar a otro, angustiado por los dolientes gemidos de su mujer.

Finalmente, las puertas de los aposentos se abrieron y una de las jóvenes se inclinó respetuosamente ofreciéndole una sonrisa.

Sin perder ni instante, Hermes entró al recinto y halló frente a sus ojos la escena de su amada, cuyos rasgos bellamente demacrados era iluminada por los rayos del sol. Athena sostenía entre sus brazos a su pequeño hijo, que después de un vehemente llanto recién se tranquilizaba al calor de su madre.

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