Capitulo 10: Argento O Hermes

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-He... Hermes... Hermes, eres tú... -colmada por el júbilo y una sensación de intenso alivio, la joven enamorada le contemplo afectuosamente mientras dirigía un par de pasos hacia él.

-¿Hermes? -él por su parte, exclamó en son de mofa al tiempo que se colocaba el dedo índice en la sien- El humo, las cenizas y el calor de la batalla trastornaron esa cabecita. Escucha bien despreciable Diosa, mi nombre es Argento y con el precio de tu vida he de vengar a mi pueblo.

-Como pensé, tu conciencia se encuentra dormida, Hermes, yo... -pero antes de que Athena concluyera su expresión, se vio obligada a evadir un intempestivo golpe arremetido por el opuesto provocando que la recalcitrante herida bajo su costilla izquierda, que había dejado como resultado la reciente guerra, volviera a abrirse ante las violentas maniobras por esquivar los ataques de su ahora enemigo.

El dolor fue tal, que la hizo caer y colocar su diestra sobre la profunda lesión. La intensa hemorragia revelaba el nivel de su gravedad.

-No eres una mujer normal, por ello no mostraré misericordia -aprovechándose de la flaqueza de Athena, Argento dirigió el cetro sobre su cuello forzándola a levantar el rostro y así, con los vapores del rencor envenenando sus pupilas, manifestó-. Ídolo pagano manchado con la sangre de inocentes ¡Qué tu impía alma se consuma en el averno y jamás vuelvas a reencarnar en este mundo!

Entre los delirios inducidos por la falta de sangre que preceden a la pérdida de la conciencia, Athena extendió su brazo izquierdo en dirección a Argento y exclamó:

-Hermes... Argento... por favor, escúchame. Lamento cada una de las muertes que la guerra dejó como consecuencia. Aquel fue un sacrificio necesario para preservar la existencia de la humanidad en la Tierra. La crueldad de este mundo consiguió doblegar esa esplendida y radiante sonrisa. A pesar del dolor que tu corazón ha sido obligado a soportar, mi querido Dios, has venido hasta aquí, cumpliste tu promesa y por ello estoy tan feliz...

Vagos e incomprensibles vestigios de sus recuerdos, se agolparon en la mente de Argento aturdiéndolo. Pese a sus forzadas negaciones y deseando convencerse a sí mismo de lo contrario, estaba seguro de haber apreciado ese bello rostro, diáfano y celeste, en los intrincados rincones de plano onírico y aquella dulce voz, tierna y amorosa se trataba sin duda del cálido consuelo que desde sus años de infante le infundía valor durante las terribles horas de angustia.

Ante el estridente resonar del férreo calzado de los Santos que se aproximaban velozmente en auxilio a la señorita y consciente del peligro en el que se encontraba Argento al ser condenado por sus acciones, Athena utilizó sus últimas energías para pronunciar:

-¡Vete! ¡Huye de aquí!

El chico, inmerso en la confusión, dejó caer el báculo y se alejó rápidamente del lugar.

Cuando se creyó lo suficientemente lejos, se inclinó sobre la orilla de un riachuelo para refrescar sus sienes y aclarar sus pensamientos.

Uno de los bandidos que logró escabullirse de las manos de los soldados, se encontró con el muchacho y tomándole por los hombros se dirigió a él con ansiedad -¡Argento! ¡Vámonos de aquí! ¡Argento! -Pero el joven permanecía inmóvil y con la mirada extraviada, sus ideas tan convulsas como antitéticas se agitaban en su mente sin orden ni razón, apartándolo por un instante de la realidad.

Acosado por el temor de hallarse en manos de sus perseguidores, su compañero decidió abandonarlo a su suerte y reanudó su huida, escabulléndose en el follaje hasta desaparecer.

El fuego finalmente fue sofocado y Athena fue llevada al Santuario cuando los Santos la encontraron inconsciente en el suelo.

Horas después, el Sumo Pontífice y Aglauro determinaron movilizar a las tropas para aniquilar al ladrón que inconforme con la barbaridad de dicho pecado, se había atrevido a lastimar a su Señora.

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