Capitulo 6: Buenos Amigos

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Como era habitual en el sagrado palacio, a manera de recreación las Deidades solían convocar a grandes celebraciones y reunirse en distintos eventos en los que cada uno hacía gala de sus encumbrados talentos.

Aquel día, la realeza divina se congregaba en una majestuosa arena de combate, cuya arquitectura por demás admirable sólo podía pertenecerle al reinado de los Dioses.

Tras un choque de espadas, el enfrentamiento entre la Deidad de la guerra y la Diosa cazadora al fin concluía con una previsible victoria por parte de Athena.

Al volver a su sitial,  Minerva se retiró el yelmo que le cubría hasta la nariz y tomó asiento para presenciar el próximo combate, pero la sorpresa se agolpó en sus orbes al ver a Hefesto señalando con su hacha a manera de reto en dirección a Hermes, que rodeado por un séquito de siervas,  sostenía una dorada copa de vino. 

Como era de esperarse, el joven aceptó el desafío y ofreció una amplia y altanera sonrisa a su rival. Cuando se levantó de su trono llamó a los armeros que hábilmente le colocaron una recia coraza y se encaminó con gallardía hacia la arena.

Con gran orgullo Zeus contemplo la escena, no así la hermosa Athena, que colmada de angustia tensaba ambas  manos sobre los descansos de su trono.

—Osaste depravar el corazón incólume de la Princesa —murmuró Hefesto asumiendo su postura de batalla—. Esta vez seré yo, quien te destroce ambas piernas.

—Insolente —musitó Hermes conteniendo su enfado entre una sonrisa de medio labio mientras el mítico par de cuchillas con el que decapitó al gigante Argos Panoptes se materializaba en sus manos—. Tienes el descaro de proferir semejantes palabras después de intentar ultrajar a la hija favorita de su Majestad. No serán las piernas las que te arranque por ello, sino el alma entera.

Lo que se suponía como un combate amistoso, pronto exhibió sus intenciones hostiles. Los ataques de cada contrincante eran asestados a matar. Aunque el Divino herrero superior en masa muscular poseía una enorme fuerza, indudablemente se hallaba en desventaja frente al Dios más veloz del panteón griego. Exhausto por el rigor de la pelea y con el cuerpo enteramente ensangrentado, Hefesto comenzó a ceder ante el inextinguible vigor y velocidad del heraldo.

Hermes derribó a Hefesto sobre la tierra, posó un pie sobre su torso nulificando cualquier movimiento y cuando se disponía a degollar a su contrincante, Zeus detuvo el combate.

La densa atmosfera de tensión dio por concluido el espectáculo, los inmortales tornaron a sus moradas y tras recibir una grave reprimenda por parte de su padre, Hermes se dispuso a volver a sus recintos.

De pronto, Athena le detuvo sosteniéndole de brazo y le condujo hacia el espesor de un frondoso follaje.

—Hermano ¿qué crees que estás haciendo? De esta forma, pones en riesgo nuestros planes.

—Hefesto merece ser ejecutado por la grave falta que cometió al ofenderte –respondío él aprovechando el resguardo del sitio para robar un tierno beso de los labios de su bella amante—. Debí informar a Zeus sobre lo acaecido aquel día, si él se enterase…

—Pero no debe —pronunció Athena y acarició la mejilla de su interlocutor—…  Ya es tarde, si lo haces, Hefesto no dudará en exponernos.

A los primeros albores de la mañana, Hermes acudió al templo de la Diosa Iris, que además de ser compañera de sus labores, también se trataba de su fiel confidente y amiga cercana.

—¡Iris! ¡Hermosa y poderosa Iris! ¡Solemnes los horizontes cuando se encienden con tu presencia!

Conociendo perfectamente el talante pícaro y adulador de su compañero, Iris se limitó a sonreír sospechando el motivo de tan dulces palabras —Dime estimado Hermes, ¿en que puedo ayudarte esta vez?

—¡¿Pero qué dices?! ¿Acaso la radiante Diosa que resplandece como el brillo del ópalo, no es digna de palabras hermosas?

—Vamos Hermes, tengo asuntos que atender, habla de una vez.

Con un semblante y tono de voz extremadamente grave, Hermes exclamó:

—En poco tiempo partiré a la Tierra para cumplir una importante misión de la cual Zeus no puede ni debe enterarse. Es preciso que en mi ausencia alguien de encumbrado valor e insuperable poder se encargue de mis labores. ¡Oh! ¡Iris! ¡Has sido elegida para llevar sobre tus hombros el peso de tan noble tarea!
—Así que descenderás a la Tierra en una importante misión —respondió ella de manera sarcástica mientras trataba de contener la risa ante las palabras de su colega—.  Se trata de otra de tus aventuras amorosas, ¿cierto?

—Yo… no le llamaría aventura querida Iris —profirió Hermes colocándose una mano sobre la nuca, el nerviosismo en su rostro se tornaba cada vez más evidente pero armándose de valor, al fin se decidió a pronunciar—. A…A…A… ¡Athena y yo nos encontraremos en la Tierra!

—¡¿Has perdido la cordura?! —prorrumpió su homónima levantándose de su asiento por la impresión— ¿Qué piensas hacerle a la predilecta de Zeus?

—¡Amarla! ¡Amarla con todas las potencias de mi corazón! —respondió el heraldo con un acento enérgico y apasionado.

Por un instante, la preocupación abandonó los rasgos de la bella emisaria convirtiéndose en una conmovida sonrisa y prosiguió —Tu ambición ha sobrepasado los umbrales de lo imposible. Mi querido Hermes, temo recordarte que la altiva Athena ha consagrado su virginidad al Dios Padre y ha dedicado su amor a la humanidad.

Hermes se cruzó de brazos entrecerrando los ojos con una mirada desafiante y una sonrisa satisfecha —¡Oh Iris! En verdad me sorprendes, ¿Acaso lo desconoces? No existe mujer o Diosa que se resista a mis encantos.

—¡Es inaudito! ¡Es un crimen! ¡Un pecado terrible! —crispada de horror, la dama tomó las mejillas del Dios y miró sus ojos con absoluta ansiedad— Hermes, te aprecio demasiado, a ti y a Athena. Jamás los condenaría a una muerte segura. ¡Por tus padres! ¡Por tus hermanos! ¡Por lo que más ames! Abre los ojos a la razón ¡no cometas una locura!

—¿Por lo que más amo? —cuestionó Hermes llevándose una mano al pecho— Por una mirada, por un beso, por una vida mortal y efímera a lado de mi Diosa amada, daría todo cuanto poseo. Incluso esta existencia eterna que vale menos que nada si no estoy a su lado.
Te lo ruego Iris, eres la única que puede ayudarme.

—¿En verdad la amas? – pronunció ella tras un breve silencio

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—¿En verdad la amas? – pronunció ella tras un breve silencio.

—Con cada átomo de mi ser.

—Siendo así, te concederé mi favor. Yo me encargare de tus deberes en tu ausencia. A cambio prodigioso Hermes, te pido que seas sumamente cauteloso y no despiertes ninguna sospecha.

Hermes rindió sus más grandes agradecimientos y se retiró del lugar.

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