El eterno firmamento yacía matizado en brillantes tonalidades doradas gracias los últimos rayos del sol agonizante. Durante largas horas, un silencio inusual y apacible gobernaba en los aposentos del noble Heraldo de las Deidades.
Fue entonces, que un escandaloso andar y el tararear de una risueña melodía rompió con la monotonía del sitio. Aquel se trataba del alegre Dionisio, el más joven entre los Dioses Olímpicos. Querido por sus consanguíneos gracias a su carácter extrovertido e inocente, en parte heredado por su hermano mayor, a quien consideraba su más grande ídolo y por supuesto, un ejemplo digno de seguir.
—¡Hermes, hermano! ¡Al fin te encuentro! —Exclamó de manera ruidosa y efusiva a espaldas del Dios —¿Qué dices si vamos a espiar a las ninfas del río? ¡Espera! ¡Tengo una mejor idea! ¡Te reto a una carrera!
Desde su estudio, sentado frente a una lujosa mesa de finas maderas y ornamentos dorados en donde era posible apreciar una pila de pergaminos perfectamente ordenados, Hermes respondió sin apartar la vista de su labor.
—No esta vez Dionisio, estoy ocupado.
—Hace semanas que estás ocupado y desapareces durante días enteros. —repleto de curiosidad, Dionisio se acercó para espiar sobre el hombro de su hermano, pero tropezó con los pliegues de su túnica y empujó a Hermes haciéndole derramar la tinta sobre el papiro en el que escribía con suma concentración lo que parecía ser una importante carta.
El pequeño Olímpico se reincorporó aterrado y con el rostro empalidecido por el miedo y la vergüenza.
—¡Perdóname hermano! ¡No fue mi intención! ¡Te ayudaré a escribir una nueva carta!
Si temor se incrementó cuando Hermes permaneció en silencio, pero al cabo de unos segundos una sonora carcajada rompió con la tensión del momento.
—¿Con tan pésima caligrafía? —cuestionó el afable Mercurio, aún entre risas— No sufras mi pequeño hermano, esa carta era una aversión, aunque tengo mucho que expresar, no consigo hallar las palabras adecuadas.
—¿Palabras adecuadas?
—Los versos de un enamorado deberían fluir con el mismo arrojo con el que las olas rompen sobre la costa ¿No es cierto?
—¿Enamorado, dices? ¿Qué mujer en esta Tierra es capaz de enmudecer a mi elocuente hermano mayor? —creyéndose víctima de una broma, preguntó el pueril Dios en medio de un ataque de risa, pero el semblante de Hermes permanecía calmo y denotaba cierta consternación.
—La Diosa de los brillantes ojos. Aquella que con su lanza y escudo concede la muerte o la salvación.
—Estás hablando de… ¡¿Nuestra hermana Athena?! —Aunque la noticia le resultó extravagante, la idea no era del todo imposible considerando el carácter ambicioso de Hermes— Sin duda es muy hermosa. A pesar de las severas prohibiciones de nuestro padre, siempre ha sido asiduamente cortejada, pero fiel a su juramento, es insensible a los ardides de sus enamorados.
—Si… es hermosa en toda su ponderación pero no solo eso, también es dulce y gentil, un talante maravillosamente opuesto a quien ostenta el símbolo de la guerra. Ahora comprendo porque los humanos la adoran con tal devoción. Hasta hace poco, nadie había logrado encender el amor en el pecho de la Princesa, pero juraría que lo he visto es sus ojos y en sus bellísimos gestos. Yo mismo me he fascinado con el sonrojar de sus mejillas y ese dulce pestañear signo de la timidez. Sin embargo, ahora temo que mi burda impaciencia ha ofendido a la bella Athena. Se rehúsa a hablarme, y me castiga con la ausencia de su mirar.
Acostumbrado a observarlo triunfante en cada una de sus campañas amorosas, aquella era la primera vez que Dionisio veía sufrir a su hermano por algo tan insignificante como una mujer, así que, después de cruzarse de brazos e inclinar la mirada en unos cuantos instantes de reflexión, pronunció.
—Podrías solicitar la asistencia de Eros.
—¡De ninguna forma!
—O podríamos embelesarla con los vapores del vino, solo el tiempo suficiente para que tú…
—¡Calla! —con el rostro al rojo vivo y cierto placer culposo que le hizo levantar de golpe, profirió Hermes cubriendo la boca de su hermano— No te atrevas a mencionar tal cosa.
Lo cierto es que —prosiguió dejándose caer de forma derrotista sobre su asiento—, mi amor por la hija de Zeus es un crimen. ¿Será que debo asumir esta cruel tribulación como una señal de las Moiras para abandonar mi descabellada campaña? El amor es un impiadoso e impertinente enemigo que osa arrodillar incluso a un Dios.
Dicho esto, se colocó una mano en el torso estrujando con fuerza su túnica. Su interior ardía caliginoso ante la incertidumbre y ansiedad. Los suspiros de amor que una vez reconfortaron su alma ahora comenzaban a dolerle en el pecho. La presencia y dulces palabras de su hermana se habían convertido en su adicción. Durante días y noches enteros repasó incesantemente en su pensamiento las posibles equivocaciones que provocaron el descontento de su amada. No podía evitar culparse y lamentarse. Al mismo tiempo, su corazón torturado debatía entre la posibilidad de abandonar o luchar por sus ambiciones.
—Y también es capaz de fortalecerlo. —Añadió el Dios del Vino con un tono y semblante firmes, claramente molesto al notar la inusitada actitud pesimista de su tan admirado hermano.
Él por su parte, con un rasgo de sorpresa y sin emitir ni un vocablo, tornó al ver el rostro del muchacho, pues no era frecuente escucharle hablar con tanta seriedad.
—Hermano mío –prosiguió el menor—, durante toda mi existencia jamás te he visto retroceder. Indudablemente, debiste tener momentos de temor e inseguridad pero siempre encaraste al enemigo con una sonrisa.
Sé que tienes el don de la oratoria, pero la grandeza de un sentimiento no se expresa a través de las letras. Acude a su encuentro, toma sus manos y vislumbra los inequívocos recovecos de su alma a través de su mirada. Sólo así, sabrás si efectivamente existe amor en los ojos de Athena.
Tras exhalar un profundo suspiro con el cual pareció aligerar el peso de sus problemas, Hermes sostuvo cariñosamente a su pequeño hermano, despeinando sus cabellos de forma juguetona.
—Así que, hay un espíritu sensible bajo esa fachada excéntrica y bohemia.
—Debes saber que las desventuras amorosas y el vino son eternos compañeros —manifestó el chico tratando de desasirse de los brazos de su hermano y procurando mantener su postura seria—. Si algo he aprendido de los mortales que aplacan su desdicha en el alcohol, es que existe una mayor tortura que el amor no correspondido y es la lacerante duda entre lo que fue y lo que pudo ser.
ESTÁS LEYENDO
Reminiscences of the Stars
RomanceQue pasarías si las estrellas hablarán contarían las historias más bellas de la creación. "Existe una gran potencial que rige la vida de este mundo desde tiempos inmemoriales, una potencia cuyo poder incluso doblega hasta el corazón de los mismos di...