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La cabeza del burócrata parecía pensar en algo

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La cabeza del burócrata parecía pensar en algo

—Un minuto —dijo.

Se llevó al de la pipa a otro despacho. Volvieron después de unos minutos y el burócrata siguió con la declaración. En la declaración admitía la posesión de la yerba y la heroína que se habían encontrado en mi casa.

Me preguntó cómo había adquirido la heroína.

Dije que había ido al cruce de Exchange y Canal y contactado a un vendedor callejero.

—¿Y qué hizo luego?

—Volví a casa.

—¿En su propio coche?

Me di cuenta de lo que pretendía, pero no tuve energía suficiente para decirle: "He cambiado de idea, no quiero hacer ninguna declaración." Además, tenía miedo a tener que pasar otro día enfermoen el distrito. Así que respondí:—Sí.

Por fin firmé también una declaración aparte en la que reconocía que tenía la intención de declararme culpable de los cargos imputados ante el Tribunal Federal. Me volvieron a llevar al distrito dos. Los agentes me aseguraron que sería llevado ante el juez a primera hora del día siguiente.

Renjun dijo:—Te encontrarás mejor dentro de cinco días. Lo único que te puede hacer sentir mejor es el tiempo, o un pinchazo.

Eso ya lo sabía yo, naturalmente. Nadie está dispuesto a estar enfermo por falta de droga, a menos que lo metan en la cárcel, o le corten el suministro de alguna otra manera. La razón de que sea prácticamente imposible cortar el uso y curarse uno solo estriba en que la enfermedad dura de cinco a ocho días. Doce horas podrían resistirse con facilidad, veinticuatro sería posible, pero de cinco a ocho días, es demasiado tiempo.

Permanecí tumbado en la estrecha cama de madera, retorciéndome a un lado y otro. Tenía el cuerpo duro, contraído, tumefacto, la carne helada en droga descongelándose en agonía. Me puse boca abajo y una pierna se me escurrió fuera del camastro. Me eché hacia adelante y el borde redondeado de la madera, pulido y suavizado por el roce de la tela, se deslizó a lo largo de la entrepierna.

Hubo un repentino fluir de sangre a los genitales bajo ese ínfimo contacto. En mi cabeza, tras los ojos, explotaban chispas, las piernas se dispararon: el orgasmo del ahorcado cuando se parte el cuello.

El guardia abrió la puerta de mi celda.

—Tu abogado viene a verte, Lee —dijo.

El abogado me miró durante un rato antes de presentarse. Se lo habían recomendado a mi mujer, y yo no lo había visto nunca antes. El guardia nos guió hacia un cuarto grande, en el piso de arriba, en el que había bancos.

—Ya veo que no tiene usted muchas ganas de hablar en este momento —empezó el abogado—. Ya entraremos en detalles más adelante. ¿Ha firmado usted algo?

Le conté lo de la declaración.

—Eso ha sido para agarrar el coche —dijo—. Es cosa del Estado. He estado hablando con el fiscal hace una hora, por teléfono, y le pregunté si se encargaría él del caso. Dijo: "Ni por lo más remoto. Hay involucrado en esto una posesión ilegal y mi oficina no perseguirá ese caso bajo ninguna circunstancia." Creo que podré sacarlo a usted y llevarlo al hospital para que le pongan una inyección —dijo después de una pausa—. El encargado de la oficina que está ahora es un buen amigo mío. Bajaré a hablar con él.

El guardia me llevó de vuelta a mi celda. A los pocos minutos abrió la puerta de nuevo y dijo:—Lee, ¿quieres ir al hospital?

Dos polis me llevaron al hospital de la Caridad, en el canguro. La enfermera de recepción quiso saber qué enfermedad tenía.

—Caso de emergencia —dijo uno de los polis—. Se cayó por una ventana.

El guardia se fue hacia adentro y volvió con un médico joven, macizo, de pelo canoso y gafas con montura de oro. Hizo unas cuantas preguntas y me miró los brazos. Otro médico de nariz grande y brazos velludos se acercó a poner su granito de arena.

—Después de todo, doctor —dijo a su colega—, es una cuestión moral. Este hombre debía haber sabido todo esto antes de usar drogas.

—Sí, es una cuestión moral, pero también es una cuestión médica. Este hombre está enfermo.

Se volvió a una enfermera y le pidió una dosis de morfina.

De vuelta al distrito, en el furgón traqueteante, sentía la morfina extenderse por mis células. Mi estómago se movía y gruñía. Un pinchazo cuando uno está muy enfermo siempre empieza por hacer moverse el estómago. La fuerza normal regresaba a todos mis músculos. Tenía hambre y sueño.

Hacia las once de la mañana siguiente, apareció un fiador para que firmara la fianza. Tenía el mismo aspecto embalsamado de todos los fiadores, como si le hubiesen inyectado parafina debajo de la piel.

 Tenía el mismo aspecto embalsamado de todos los fiadores, como si le hubiesen inyectado parafina debajo de la piel

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Heterosexual¹ /Chanho.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora