Astronaut

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Estaba en una cantina barata junto a la calle Dolores, en Ciudad de México

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Estaba en una cantina barata junto a la calle Dolores, en Ciudad de México. Llevaba bebiendo unas dos semanas. Y estaba en una mesa con tres mexicanos, tomando tequila. Los mexicanos iban muy bien vestidos.

Uno de ellos hablaba inglés. Un individuo de edad madura, corpulento, de cara triste y dulce, cantaba y tocaba la guitarra. Estaba sentado al final de la barra. Yo me alegraba de que sus canciones hicieran imposible la conversación.

En esto entraron cinco policías. Pensé que igual me registraban, de modo que me quité la pistola y la funda del cinturón y la dejé caer debajo de la mesa, junto con un trozo de opio que llevaba guardado en un paquete de cigarrillos. Los guardias se tomaron una cerveza en la barra y se largaron.

Cuando metí la mano bajo la mesa la funda estaba allí, pero la pistola había desaparecido.

Ahora estaba en otro bar con el mexicano que hablaba inglés. El cantante y los otros dos mexicanos se habían ido. El local estaba iluminado con una tenue luz amarillenta. Una cabeza de toro de mirada agresiva montada sobre una placa presidía el local, sobre la barra de caoba. Las paredes estaban decoradas con fotos de toreros, algunas dedicadas. Sobre la puerta batiente de cristal esmerilado, habían grabado la palabra "Saloon." Me descubrí leyendo una y otra vez aquella
palabra: "Saloon." Tenía la sensación de llegar a mitad de una conversación.

De la expresión del otro hombre deduje que me había quedado a mitad de frase, pero no pude recordar qué estaba diciendo, qué iba a decir ni sobre qué estábamos hablando. Supuse que
hablábamos de la pistola, "creo que intentaré comprarla de nuevo." Me di cuenta de que el hombre tenía el trozo de opio en la mano y le daba vueltas.

—¿Cree usted que tengo aspecto de yonqui, eh? —dijo.

Lo miré. Tenía la cara delgada, los pómulos altos. Sus ojos eran de ese color gris castaño tan corriente en las gentes de sangre mezclada de europeo y de indio. Llevaba traje gris claro y corbata. Su boca era fina, con expresión amarga; sin duda era una boca de yonqui. Hay gente que tiene aspecto de yonqui sin serlo, lo mismo que hay gente que parece marica y no lo es. Son tipos embarazosos.

—Voy a llamar a un guardia -dijo, dirigiéndose hacia el teléfono que estaba colgado de una columna.

Arrebaté el teléfono de su mano y lo empujé contra la barra tan fuerte que la hizo tambalearse.

Me dirigió una sonrisa. Tenía los dientes cubiertos de una película marrón. Se dio vuelta, llamó al camarero y le enseñó el trozo de opio. Yo salí y llamé un taxi. Recuerdo que volví a mi apartamento a buscar otra pistola, un revólver de gran calibre. Estaba en un estado de rabia histérica, aunque ahora no puedo recordar exactamente por qué.

Me bajé de otro taxi y caminé calle abajo hasta el bar. El hombre estaba apoyado en la barra, con la chaqueta gris echada por encima de los hombros. Se volvió hacia mí con la cara sin expresión alguna.

Dije:—Sal fuera delante de mí.

—¿Por qué, Minho? —preguntó.

—Vamos, camina.

Saqué el pesado revólver del cinturón, montándolo mientras lo levantaba y apreté la boca contra el estómago del individuo. Con la mano izquierda agarré la solapa de su chaqueta y lo empujé contra la barra. No me di cuenta hasta después de que el hombre había usado mi nombre de pila correctamente y de que probablemente también el camarero lo conocía.

El hombre estaba absolutamente tranquilo, tenía la cara sin expresión, el miedo controlado. Vi que alguien se aproximaba por mi derecha, por detrás, y giré levemente la cabeza. El camarero se acercaba con un guardia. Me di vuelta irritado por la interrupción. Hundí la pistola en el estómago del guardia.

—¿Quién le ha dado a usted vela en este entierro? —pregunté en inglés.

No estaba hablando a un guardia material, en tres dimensiones. Estaba hablando al guardia que va y viene en mis sueños, un hombre difuso, oscuro, irritante, que siempre aparece cuando estoy a punto de pegarme un picotazo o irme a la cama con un chico.

El camarero me agarró del brazo y me lo retorció, alejándolo del estómago del guardia, que sacó imperturbable su viejo 45 automático y me lo apoyó con firmeza contra el pecho. Sentí la frialdad del cañón a través de mi camisa de verano. El estómago del guardia seguía hinchado. No lo había contraído ni ocultado. Dejé relajarse mi mano con la pistola y noté que me la quitaba.

Levanté los brazos a medias, con las palmas para fuera, en un gesto de rendición.

—Muy bien, muy bien —dije. Y luego añadí—: Bueno.

El guardia apartó su 45. El camarero examinaba mi revólver apoyado en la barra. El hombre del traje gris continuaba de pie sin expresión alguna.

—Está cargado —dijo el camarero, sin dejar de mirar el arma.

Yo quise decir: "Naturalmente, ¿para qué sirve una pistola descargada?", pero no dije nada. La escena era irreal, plana y sin referencias, como si me hubiera introducido en el sueño de otro, el borracho que se despierta a mitad de la escena.

También yo era algo irreal para los otros, un extraño de otro país. El camarero me miraba con curiosidad.

 El camarero me miraba con curiosidad

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Heterosexual¹ /Chanho.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora