Sunshine

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Se encogió levemente de hombros con un cierto disgusto perplejo y se metió elrevólver en el cinturón

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Se encogió levemente de hombros con un cierto disgusto perplejo y se metió el
revólver en el cinturón. No había odio en la sala. Tal vez me hubiesen odiado si me hubieran visto más cercano a ellos.

El guardia me agarró con fuerza por el brazo y dijo:—Vamonos, gringo.

Salí de allí con el guardia. Me sentí fláccido y manejaba las piernas con dificultad. Una vez tropecé y el policía me levantó. Yo trataba de hacer plausible la idea de que aunque no tenía dinero encima podía pedirlo prestado a algún amigo. Mi cerebro estaba dormido. Mezclaba español e
inglés y la palabra prestar se ocultaba en algún archivo secreto de la mente, al que no tenía acceso a causa de la barrera mecánica de alcohol allí instalada. El guardia movió la cabeza. Yo trataba de hacer un esfuerzo para mejorar su concepto. De pronto el guardia se detuvo.

—Ándale, gringo —dijo, y me dio un leve empujón en el hombro. Se quedó allí un minuto mirándome caminar calle abajo. Dije adiós con la mano. El guardia no me respondió. Se dio vuelta
y volvió por donde habíamos venido.

Me quedaba un peso. Entré en una cantina y pedí cerveza. No había cerveza de barril y la botella costaba un peso. Había un grupo de jóvenes mexicanos al fondo de la barra, y me puse a hablar con ellos. Uno de ellos me enseñó una placa de policía secreta. Seguramente falsa, decidí. Hay un policía falso en cada bar de México. Me encontré bebiendo tequila. Lo último que recuerdo es el gusto punzante del limón que chupaba con el vaso de tequila.

A la mañana siguiente me desperté en una habitación desconocida. Miré alrededor. Un cuchitril. Un cuchitril barato. Cinco pesos. Un armario, una silla, una mesa. Veía a la gente que pasaba por fuera, a través de las cortinas echadas.

Planta baja. Mi ropa estaba apilada sobre la silla. La chaqueta y la camisa sobre la mesa.

Saqué las piernas de la cama y me senté tratando de recordar qué había sucedido después del último vaso de tequila. Estaba en blanco. Me levanté e hice inventario de mis efectos. Estilográfica desaparecida. De todas maneras se salía... nunca he tenido una que no se saliera... navaja desaparecida... tampoco importa... comencé a vestirme. Estaba tembloroso.

—Necesito un par de cervezas... con suerte puedo encontrar a Rollins en casa.

Era un largo paseo. Rollins estaba delante de su piso, paseando su pastor noruego. Era un individuo de mi edad, corpulento, de facciones duras, guapo, con pelo negro rizado, un poco canoso
en las sienes; llevaba una chaqueta de sport, de las más caras, pantalones de tweed y chaleco de ante. Nos conocíamos desde hacía treinta años. Rollins escuchó mi relato de la noche anterior.

—Vas a conseguir que te levanten la tapa de los sesos, llevando esa pistola —me dijo— ¿Para qué la llevas? No te enterarías ni de contra quién disparabas. Te has dado golpes contra los árboles de Insurgentes dos veces. Te metiste contra un coche. Te rescaté y me amenazaste. Te dejé allí para que llegases por ti mismo a casa y no sé si lo conseguiste. Estamos todos hasta arriba de tu comportamiento en estos últimos tiempos. Si hay algo que no me gusta tener a mi alrededor y que a nadie le gusta tener a su alrededor es un borracho con una pistola.

—Tienes razón, desde luego —dije.

—Bien. Estoy dispuesto a ayudarte en lo que quieras. Pero lo primero que tienes que hacer es dejar la bebida y recuperar la salud. Tienes un aspecto fatal. Y luego será mejor que procures
ganar algo de dinero. Por cierto, supongo que estarás sin blanca, como siempre —Rollins sacó la cartera—. Toma cincuenta pesos, es lo más que te puedo dejar.

Me emborraché con los 50 pesos.

A las nueve de la noche se me había acabado el dinero y volví a mi apartamento. Me tumbé e intenté dormir. Cuando cerré los ojos vi una cara oriental, con los labios y la nariz comidos por la enfermedad. La enfermedad se extendió, convirtiendo la cara en una masa ameboide en la que flotaban unos ojos blandos de crustáceo. Poco a poco se fue formando una cara nueva alrededor de aquellos ojos. Una serie de caras, jeroglíficos,
distorsionadas camino del lugar terminal al que lleva la vida humana, en el que la forma humana ya no puede seguir conteniendo el horror que ha crecido dentro de ella.

Lo miraba con interés. "Me ha llegado el delirio", pensé ante la evidencia.

Me desperté con un principio de terror. Seguí tumbado, con el corazón latiendo de prisa, intentando descubrir qué me había asustado. Creí oír un leve ruido abajo.

—Hay alguien en la casa —dije en voz alta, y supe instantáneamente que era así.

Saqué mi carabina del 30 del armario. Me temblaban las manos. Apenas pude cargarla. Se me cayeron al suelo varios cartuchos antes de poder meter dos en la recámara. Las piernas se me doblaban constantemente. Bajé las escaleras y encendí las luces. Nadie. Nada.

Tenía un gran tembleque, y encima notaba la falta de droga.

—¿Cuánto hace que no me pincho? —me pregunté. No podía recordarlo. Empecé a revolver la casa entera en busca de droga. Hacía algún tiempo había guardado un trozo de opio en un agujero que había en una de las esquinas de la habitación. El opio se había deslizado bajo el tillado, fuera de mi alcance. Intenté recuperarlo inútilmente unas cuantas veces.

—Esta vez lo tomaré —dije irritado.

Con manos temblorosas me fabriqué un gancho con una percha y empecé a tratar de pescar el opio.

El sudor me goteaba de la nariz. Me raspé las manos con los bordes astillados del agujero.

—Si no consigo cazarlo de una manera, lo haré de otra -dije enfadado, y me puse a buscar un serrucho.

—Si no consigo cazarlo de una manera, lo haré de otra -dije enfadado, y me puse a buscar un serrucho

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Heterosexual¹ /Chanho.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora