Mixtape #4

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Tan pronto como estuve en México, empecé a buscar drogas

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Tan pronto como estuve en México,
empecé a buscar drogas. O por lo menos tuve siempre intención de hacerlo. Como ya dije antes, huelo los barrios donde hay droga. La primera noche iba paseando por la calle Dolores y vi un grupo de yonquis delante de un tugurio chino, el Exquisito Chop Suey. Los chinos son difíciles de calar. Solo hacen negocios con otro chino. De manera que pensé que tratar de conseguir algo de aquellos individuos era perder el tiempo.

Un día iba yo por San Juan de Letrán y pasé junto a una cafetería que tenía una fila de azulejos de colores alrededor de la puerta de entrada, y el suelo de los mismos azulejos. La cafetería era de un inconfundible estilo Próximo Oriente. Al pasar alguien salió de la cafetería. Era un tipo de los que solo existen dentro de los límites de un ambiente de droga.

Lo mismo que un geólogo que busca petróleo se guía por ciertas apariencias de las rocas, hay algunos signos especiales que indican la proximidad de la droga. La droga se encuentra a menudo junto a los barrios ambiguos o de transición: en el 14 Este cerca de la Tercera en Nueva York; Poydras y St. Charles en Nueva Orleans; San Juan de Letrán en México. Tiendas que venden piernas ortopédicas, pelucas, mecánicos dentales, fabricantes al por menor de perfumes, pomadas, novedades, esencias, aceites. Un punto en el que los negocios dudosos se cruzan con los barrios chinos.

Hay un tipo determinado de personas que se ve ocasionalmente por estos vecindarios que tiene conexión con la droga aunque no es ni un adicto, ni un vendedor. Pero en cuanto se le ve, la
aguja del indicador se mueve, la horquilla se dobla. La droga está cerca. Su lugar de origen es el Próximo Oriente, probablemente Egipto. Tiene nariz recta y ancha. Los labios finos y
amoratados. La piel de la cara tirante y suave. Es básicamente obsceno más allá de cualquier acto o práctica viles. Lleva la señal de un cierto comercio u ocupación que ya no existe. Si la droga desapareciese de la tierra, seguiría habiendo yonquis vagando por los barrios de la droga, sintiendo el fantasma pálido, vago, persistente de la carencia, de la enfermedad de la droga.

Esta clase de individuos andan por los lugares en los que en otro tiempo ejercieron su anticuado e innombrable comercio. Inmutables. Sus ojos negros tienen la calma de un insecto ciego. Parece como si se alimentase de la miel y los jarabes del Levante que va absorbiendo a través de su trompa.

¿Cuál es esa actividad ya perdida? Sin duda alguna cualquier tipo de servidumbre que tuviera que ver con la muerte, aunque no un embalsamador. Quizá almacene en su cuerpo algo —una sustancia para prolongar la vida— que sus amos puedan extraerle periódicamente, ordeñar. Está especializado en realizar, como un insecto, alguna función de inconcebible vileza.

Visto desde fuera, el bar Chimu se parece a cualquier otra cantina, pero nada más entrar sabes que estás en un bar de maricas.

Pedí una copa en la barra y miré alrededor. Tres maricas mexicanos hacían posturas delante de la máquina de discos. Uno de ellos se deslizó hacia donde yo estaba, con gestos estilizados como una bailarina de un templo y me pidió un cigarrillo. Había algo arcaico en aquellos movimientos estilizados, una gracia de animal depravado, bello y repulsivo a la vez. Lo veía moverse a la luz de fuegos de campamento, gestos ambiguos que se difuminaban en la oscuridad.

La homosexualidad es tan antigua como la especie humana. Uno de los maricones estaba sentado ante una mesa junto al tocadiscos, absolutamente inmóvil y con la serenidad de un animal estúpido.

Me volví para ver más de cerca al chico que se había aproximado. No estaba mal. Le pregunté:—¿Por qué triste?

No era una gran frase, pero no estaba allí para charlar. El chico sonrió dejando ver unas encías muy rojas y unos dientes agudos y muy separados. Se encogió de hombros y dijo algo de que no estaba triste o no lo estaba especialmente. Eché una mirada al salón.

—Vámonos a otro lugar —dije.

El chico asintió. Bajamos por la calle hasta un restaurante abierto toda la noche, y nos sentamos en una mesa. El muchacho puso su mano sobre mi pierna bajo la mesa. Sentí que el estómago se me anudaba con la excitación. Me tomé el café de un trago y esperé impaciente a que el chico se
terminase la cerveza y fumase un cigarrillo.

El chico conocía un hotel. Pasé cinco pesos a través de la reja. Un viejo abrió la puerta de una habitación y dejó caer una toalla andrajosa sobre la silla.

—¿Llevas pistola? —preguntó el muchacho.

Estaba seguro de que me la había visto. Dije que sí.

Doblé los pantalones y los coloqué sobre una silla. Puse encima de ellos la pistola. Y puse la camisa y los calzoncillos encima. El chico doblaba su traje azul ya gastado con mucho cuidado.

Se quitó la camisa y la colocó sobre la chaqueta en el respaldo de una silla. Tenía la piel suave y del color del cobre. Se acercó y se sentó junto a mí en la cama.

Más tarde nos fumamos un cigarrillo, nuestros hombros se tocaban bajo la manta. El chico dijo que tenía que irse. Nos vestimos los dos. Me pregunté si esperaría que le diera dinero. Decidí que no.

 Decidí que no

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Heterosexual¹ /Chanho.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora