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Por aquella época los estudiantes acudían al Lola durante el día y al Ship Ahoy por la noche

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Por aquella época los estudiantes acudían al Lola durante el día y al Ship Ahoy por la noche. 

El Lola no era exactamente un bar. Era una cervecería o taberna pequeña. Había un gran cajón de cerveza, de soda y de hielo a la izquierda de la puerta, según se entraba. Un mostrador con un tubo de metal encima, cubierto de cuero amarillo, se extendía por uno de los laterales de la habitación hasta una máquina de discos. A lo largo de la pared opuesta al mostrador se alineaban las mesas. Los taburetes habían perdido hacía tiempo los tacos de goma que iban bajo las patas y cada vez que la criada los empujaba para barrer hacían un chirrido insoportable. En la parte trasera había una cocina en la que un cocinero andrajoso chamuscaba cosas en grasa rancia. En el Lola no había pasado ni futuro. Era una sala de espera.

Una vez estaba sentado en el Lola leyendo los periódicos. Después de un rato dejé el periódico y miré alrededor. En la mesa de al lado estaban hablando de lobotomía. "Seccionan los nervios."

En otra mesa dos hombres jóvenes intentaban ligar con unas chicas mexicanas. "Mi amigo es muy, muy..." Buscaba la palabra. Las chicas reían tontamente. Las conversaciones tenían una falta de relieve de pesadilla, hablando de dados trepados sobre las sillas metálicas, agregados humanos desintegrándose en la locura cósmica, sucesos dispersos en un universo moribundo.

Llevaba ya dos meses sin drogarme. Cuando se deja la droga, todo parece plano, pero se recuerda la organización del tiempo en pinchazos, el horror estático de la droga, la vida escurriéndose por el brazo tres veces al día.

Tomé una página de historietas que había en la mesa de al lado. Era de hacía dos días. La volví a dejar. Nada que hacer. Ningún sitio a donde ir. Mi mujer en Acapulco. Volví a mi apartamento y divisé al viejo Iván cuando estaba llegando.

Hay alguna gente a la que se reconoce a cualquier distancia; de otros, no se puede estar seguro hasta estar tan cerca como para tocarlos. Los yonquis son en general fácilmente detectables.

Hubo un tiempo en el que mi tensión arterial se elevaba de placer a la vista del viejo Iván. Cuando se está enganchado, el vendedor es como la amada para el amado. Se espera su especial manera de caminar por el pasillo, su llamada especial, se busca su cara entre las que nos cruzamos por la
calle. A veces se produce una alucinación en la que el más mínimo detalle de su exterior aparece como si estuviera delante de uno, en la puerta, haciendo la eterna broma del vendedor: "Siento tener que disgustarle, pero no he conseguido nada." Contemplando el juego de la esperanza y la ansiedad en la cara del otro, saboreando la sensación de poder benevolente, el poder de dar y quitar. En Nueva Orleans, HyunJin montaba siempre ese número. Y en Nueva York, Lee Félix. El viejo Iván juraba siempre que no tenía nada, y luego me deslizaba un sobrecito en el bolsillo y decía:—Mira, en realidad te quedaba un poco a ti.

Pero ahora yo estaba descolgado. Claro que un pinchazo de morfina podría ser agradable más tarde, cuando me fuera a dormir, o mejor un spidbol, mitad cocaína y mitad morfina. Alcancé a Iván a la puerta del apartamento. Le puse una mano sobre el hombro y se volvió hacia mí, sonriendo con una cara de yonqui desdentado, como una vieja, al reconocerme.

—Hola —me dijo.

—No te he visto desde hace siglos —le dije—. ¿Dónde has estado?

Se rió. Dijo:—He estado en el bote. De todas maneras, no quería aparecer por aquí porque sabía que te habías descolgado. ¿Lo has dejado del todo?

—Sí, lo he dejado.

—Entonces no querrás un pico, ¿verdad? —Iván sonreía.

—Hombre... —noté un atisbo de la antigua excitación, como cuando se encuentra a alguien con quien se acostaba uno antes y de pronto se nota otra vez la misma excitación y los dos saben que volverán a acostarse juntos.

Iván hizo un gesto de quitarle importancia:—Tengo aquí cien miligramos. Para mí no son suficientes. Y tengo un poco de coca también.

—Vamos adentro —dije.

Abrí la puerta. El apartamento estaba oscuro y mohoso; ropas, libros, periódicos, vasos y platos sucios, desperdigados por sillas, mesas, el suelo sucio. Quité un montón de revistas de un sofá desvencijado.

—Siéntate —dije—. ¿Tienes el material contigo?

—Sí, lo llevo encima.

Se abrió la bragueta y extrajo un paquetito rectangular de papel, la envoltura del yonqui, con una esquina encajada en la otra. Dentro de ese paquete había otros dos más pequeños, doblados de forma semejante. Los colocó sobre la mesa. Me miró con sus ojos castaños brillantes. Su boca, desdentada y de labios apretados, daba la impresión de estar cosida.

Fui al cuarto de baño a buscar mis utensilios. Aguja, cuentagotas, un trozo de algodón. Pesqué una cucharilla entre un montón de platos sucios en el fregadero de la cocina. El viejo Iván rasgó una larga tira de papel, la mojó con la boca y la enrolló alrededor del extremo del cuentagotas.

 El viejo Iván rasgó una larga tira de papel, la mojó con la boca y la enrolló alrededor del extremo del cuentagotas

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Heterosexual¹ /Chanho.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora