𝕮apítulo 7. 𝕴𝚛ó𝚗𝚒𝚌𝚊 𝓐𝚗𝚘𝚖𝚊𝚕í𝚊

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Hay tres cosas que parece que nunca aprendo: la genética puede ser caprichosa, hablo antes de tiempo cuando algo me sorprende, y tiendo a gritarle al peligro mientras agito las manos. Ahora mismo tengo a un armatoste que supera el metro setenta y cinco con facilidad, observándome al otro lado de la puerta que me ocultaba de su presencia. Fácilmente puede darme un puñetazo y bailará mi mandíbula como si nada. Su cuerpo me intimida y sus ojos azules ahora parecen dos glaciares, amenazando con caer sobre mis ojos.

He pronunciado el nombre de Eiden Forest, porque ha sido el primero en aparecer entre una maraña brumosa de mi mente. Puedo reconocer esos ojos y esa aura, pero desde luego que ese cuerpo no es el suyo, no es el Eiden Forest que yo llegué a imaginar. Demasiado sobrenatural pese a tener todos los aspectos básicos de un humano: dos ojos grandes, serios y penetrantes, dos orejas normales, piel muy clara, diez dedos entre sus dos manos, dos brazos y dos piernas... 

—¿De qué conoces a mi abuelo? 

El rubio sigue esperando mi respuesta, pero tengo la sensación de que me acaba de arrancar la lengua con su enorme mano. No hallo el habla y es imposible ocultar mi conmoción. ¿Debería irme por la tangente? No creo que sea tan estúpido como para tragarse una pantalla de humo y dejarme huir, incluso puedo apostar que me acabará rompiendo la garganta como si fuera una vulgar rama seca. 

—¿Y tú quién es? —Me levanto para intentar intimidarlo con mi altura, pero al parecer no le importa demasiado. No es para menos porque, aunque él es más bajo, su cuerpo es mucho más musculoso que el mío. Un golpe suyo posiblemente duplicará o triplicará el daño del que yo soy capaz de hacer; estoy segurísimo de ello.

—Flavio Forest, su nieto.

Acabo de reparar en que no es tan joven como yo, sino que tiene unas ligeras arrugas en su frente y en el cuello. También reparo en que su barba está rasurada alrededor de su mandíbula y una pequeña, perfecta, y brillante mosquetera que se remarca bajo sus labios. No le echo más de cuarenta años pero, a su vez, su aspecto me crea ciertas dudas, porque los números me están fallando.

Conocí a su abuelo, Eiden Forest, en 1835 cuando yo tenía unos aparentes quince años y él tendría aproximadamente catorce. Han pasado más de 165 años aproximadamente y, por lo tanto, cuento rápidamente con los dedos de las dos manos a la vez, al mismo tiempo que reflexiono alguna explicación lógica. Pero no lo hay, así que me atrevo a intentar preguntar; y cuando lo miro él ha dado varios pasos atrás. 

Lo sé, esta peste mataría a cualquiera.

—¿Sigue vivo? —pregunto con el ceño fruncido. Si la respuesta es cabe la posibilidad de que sea un ser sobrenatural, pero si la respuesta es no, entonces los números más o menos concuerdan.

—Murió a los 90 años —responde, precavido, aunque más bien lo ha soltado con un enfado contenido.

Puedo entender su irritación. Un desconocido que aparenta tener veinte años conoce a tu abuelo muerto, cuando en realidad no tendría ni que saber de su existencia. A no ser que su padre me conociera, cosa que es poco probable. 

Me mira de arriba a abajo y su vacile de lástima me ha ofendido, porque aunque sé que soy consciente que apesto y que mi ropa está sucia, tengo el suficiente orgullo para no valer menos que nadie.

—Entonces tuvo descendencia... —murmuro, perdiéndome en mis pensamientos, lo que parece no gustarle demasiado al rubio.

—No voy a repetirlo otra vez. De qué conoces a mi abuelo, crío.

¿Crío? 

Debería de ser un halago, pero en realidad me chirría. Fácilmente puedo ser el abuelo del padre de su abuelo. Aunque, claro, ¿cómo le explicas a este hombre que tienes más de doscientos años? La reacción será la misma que la gran mayoría: se reirá o me tratará de loco. No hay medias tintas en esto. Pero no tengo tiempo para divagar como un anciano en su lecho de muerte, sino que tengo que pensar una historia, una convincente.

𝔸𝚜𝚋𝚎𝚕 [También en Inkitt]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora