12| Weirdo

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CAPÍTULO DOCE: weirdo

CAPÍTULO DOCE: weirdo

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Venus

Casi no pude pegar el ojo lo que restó de tiempo hasta el amanecer. Convencí a Carl de que él debía dormir y yo estaría bien, pero fue una gran mentira, porque lloré en silencio hasta que el sol se coló por las ventanas y el grupo inició su día.

Desayunamos en casa, casi como una familia, y después, Rick accedió a dejarnos explorar Alexandria. Estuve a punto de quedarme en casa todo el día, disfrutar de la comodidad del colchón de la cama que todavía no habíamos usado por haber estado acampando en el sillón, pero el líder me tomó por los hombros y me obligó a salir de la casa a pesar de mi molesta mirada.
— No se separen —me arrojó prácticamente a un lado de su hijo, quien sostenía a Judith y me miraba con sorna, burlándose del mohín que hacía con mis labios—. Tampoco se alejen tanto, los quiero cerca.

Una vez que estuvimos lo bastante lejos de nuestra casa, Carl soltó una risa que me hizo mirarle con el ceño fruncido.
— ¿Qué es tan gracioso? —gruñí.

— Es que, cuando te enojas tu barbilla se llena de arrugas.

Tuve que desviar la mirada para que no notase que además de estar furiosa, estaba sonrojada.

— Oh, vamos Vee. No puedes quedarte todo el día tirada en la cama, ahora podemos disfrutar de no tener que preocuparnos por cuidar que no nos muerdan a cada segundo —intentó animarme.

Puse los ojos en blanco.
— Precisamente por eso quería quedarme en cama todo el día.

Judith dejó escapar una carcajada, como si hubiera entendido mis palabras. Me obligó a borrar de mi rostro el mal humor cuando extendió los brazos hacia mi y pegó sus labios a mi mejilla.
Caminamos recorriendo las casas, viendo a la gente podar el césped, tomar bebidas mientras observaban al cielo desde su entrada, haciendo cosas que las personas hacían antes de que el mundo se fuera al carajo. Y parecían no estar conscientes de la realidad en la que vivíamos, porque mientras el chico del sombrero y yo nos sobresaltábamos con cualquier sonido, ellos reían y conversaban sin angustia alguna. De vez en cuando, nos obsequiaban miradas compasivas que me revolvían el estómago.

— Me gusta este lugar —dije, sentándonos en una pequeña extensión de pasto al final de una hilera de casas. La bebé comenzó a juguetear con una bellota que encontró tirada—. Pero no la gente, quiero decir, sólo míralos. Son tan débiles.

Él asintió: — No tienen idea de lo que pasa afuera.

— ¿Crees que deberíamos tomar el control de este lugar?

Isle of Flightless Birds| Carl GrimesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora