13| Kiss

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CAPÍTULO TRECE: kiss

CAPÍTULO TRECE: kiss

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Venus

Después de haberle rogado a Olivia al menos por quince minutos, accedió a entregarme mi arco y tres flechas que fichó en una libreta. Podría usarlo una hora con la única condición de practicar alejada de las casas, tras un kiosko que Reginald, el esposo de Deanna, había construido.

Me tragué las lágrimas mientras pintaba una diana con tiza en uno de los bloques de madera que sostenían el muro del lado sur de Alexandria. No podía sacarme de la cabeza a Carl y a Enid riendo, haciendo quién sabe qué fuera de la Zona Segura. Y además, me sentía estúpida por sentirme de esa manera. Las miles de emociones en mi interior tenían mi cabeza hecha un desastre y mi pecho a punto de estallar.

— ¡Mierda! —maldije cuando la flecha que disparé se clavó directamente al suelo y no en mi objetivo. Arrojé el arco con fuerza y me tallé las sienes, intentando contenerme.

— Es que no lo estás sosteniendo bien.

Di un respingo por el susto y el dueño de la voz me sonrió con diversión. Era un chico con el cabello largo y oscuro, ojos verdes y las mejillas sonrosadas. Ladeó la cabeza cuando lo único que hice fue asentir y tragar en seco.

— ¿Eres la chica de afuera? La que vino con el grupo grande, ¿cierto? —me preguntó.

No dije nada, obviamente, pero moría por hacerlo. Me escudriñó un momento, acercándose un poco más para levantar el arco y tendérmelo.

— Venus, ¿no? —intentó de nuevo. Dije que sí con la cabeza y su sonrisa amable se ensanchó—. Ron me habló de ti, encantado de conocerte. Soy Adler Murphy.

Estrechó mi mano y me quedé embelesada unos segundos por la forma en la que me miraba. Me aclaré la garganta después de un minuto, porque aún no había soltado mi mano.

— ¿Es tuyo? —señaló el arco y yo hice un gesto de afirmación—. Pero no sabes cómo usarlo.

Dejó salir una carcajada amable que me contagió. Nos volvimos a mirar, enseguida entornó los párpados y comencé a sentir las mejillas acaloradas.

— Puedo enseñarte, si quieres... antes de que el mundo se acabara, iba a un campamento en el que me enseñaron este tipo de cosas.

La lección que Adler me dio se limitó a pequeños elogios y comentarios amigables de su parte. Ni siquiera sentí el tiempo pasar, pero tuve un extraño ardor de vergüenza en las entrañas que no me dejaba tranquila cuando sus manos rosaban con delicadeza las mías. Puedo apostar que fueron a propósito las veces que me tocaba para "acomodar" mi postura o indicarme cómo sostener la flecha, sin embargo, no me importó. Me hizo olvidar el terrible sentimiento por el que había buscado distraerme en primer lugar.

Isle of Flightless Birds| Carl GrimesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora