Con las rodillas hundidas en la tierra reblandecida por la lluvia vespertina, los ojos vendados y las manos atadas, unos cuantos hombres temblaban de frío bajo la intemperie de la madrugada. Y de miedo, por lo que les esperaba.
Escogido al azar, un joven moreno y grueso de no más de treinta años, cuya tez mostraba el mismo tono cera gris de los cadáveres, fue tomado entre dos tipos grandes vestidos de negro, sostenido por los brazos y llevado a rastras veinte metros para ser interrogado.
"¡Yo no sé nada!", balbuceaba, desesperado porque le creyeran. "¡Nunca los he visto!". "¡No tuve que ver!".
Cada vez que uno de esos hombres, los que usaban espuelas y anchos sombreros hicieron preguntas, el interrogado declaró lo mismo.
Pero no importaba lo que tuviera que decir. Al abrigo de los árboles, en la oscuridad de la loma que ocultaba aquél juicio sumario, la suerte del hombre estaba echada; una detonación, un tiro de gracia y con brutal sencillez el hombre cayó muerto.
Su cadáver fue arrastrado por el mismo par de hombres con espuelas, para sumar una parte más en una pila de cuerpos. Al final de la noche, esos cuerpos colgarían de los árboles y tarde o temprano, algún arriero desafortunado haría el descubrimiento.
Un hombre de ostensible jerarquía aguardaba sobre su montura, alejado de todo. Presenciaba el interrogatorio con desinterés. Debajo del ala de su sombrero, su rostro era un misterio iluminado a instantes por la brasa de su liado de tabaco. Bocanadas de humo se confundían con el vaho que la madrugada arrancaba de su aliento. Quieto, callado, a la espera de que sus órdenes fueran cumplidas.
En total, seis hombres segaban la vida de diez. Faltaban tres por morir.
Eran años convulsos. La violencia desatada a partir de la descarada política de intolerancia religiosa del gobierno federal, que pisoteaba el derecho de la iglesia a ser dueña de los cuerpos, las almas, los diezmos y las primicias de su rebaño, arrasó como un viento con la vida de miles de personas. La eterna lucha humana por el poder, disfrazada de libertad religiosa. Después de tres años de bañar la tierra con sangre de ideologías opuestas, el terror disminuía, pero aún ocurrían masacres como esa, amparadas por la soledad de los matorrales, donde no cualquiera se aventuraba.
Gritos de dolor rompían la quietud de la noche, pero un alma, en kilómetros a la redonda que se apiadara de ellos, no había.
Excepto uno, atraído irresistiblemente por el terror de los sentenciados.
Nada podía decirse de él. Su presencia no fue percibida ni por el hombre sobre el caballo, ni por el que hacia las preguntas, siempre las mismas: ¿Los conoces? ¿Dónde se esconden? Dime sus nombres.
Él no estaba para para intervenir a favor o en contra, no estaba preocupado por la justicia o la injusticia. Tampoco corría ningún peligro y de ninguna manera pretendía salvar la vida ni el alma de esos desdichados, que obtendrían beneficio de su presencia, sí, pero solo como un mero efecto colateral. Le tenía sin cuidado.
Él estaba ahí para alimentarse.
Perteneciente a una raza tan antigua como la humanidad, amparado por la total ignorancia del ser humano sobre su existencia.
Incorpóreo, incognoscible y etéreo era el visitante. Muy pocos en el mundo eran capaces de percibirlo y ninguno de los que podían, usualmente tildados de locos, estaba en el llano.
Cuando el arma apuntó a su sien, el octavo hombre en la fila de la muerte alcanzó el punto más alto de pánico. Y el visitante lo absorbió. Llegaba como si fueran ondas de choque, poderosas e intensas. Era una energía producto de las oscuras emociones del miedo y la ira, las más potentes en el repertorio humano.
El visitante era un Dénnari, un místico catalizador entre las emociones de esos pobres hombres y el origen, alimentándose de los alterados ánimos de los condenados.
De acuerdo a los preceptos de su raza, debió mantenerse al margen, desvinculado de los hechos. Pero ese Dénnari en particular era un Luon; un ser más fuerte y atrevido.
Tal vez era la naturaleza de su poder o su propia inclinación la que le arrastraba a lugares en donde hombres sufrían y morían.
La guerra en ese territorio le brindó una gran oferta de crueldad para alimentarse de ella.
No supo cómo ni cuándo, comenzó a sentir, algo que un Dénnari no podía hacer. Permitió que las emociones lo inundaran. No era como el dolor que el humano torturado padecía. Lo suyo era una percepción en un plano distinto, tan potente, que ansiaba repetirlo cada vez con más frecuencia, como un adicto.
"Sentir" era peligroso para un Dénnari; el indeseable peso de las emociones humanas le atribuiría una densidad ajena, desconocida. Corría el riesgo de ser consolidado y obligados a vivir, existir con otra forma, lejos de su naturaleza sutil. Perdería su cualidad etérea y eventualmente su inmortalidad.
¿Cómo? No lo sabía.
¡Confiado y poderoso Dénnari, ignorante de la magnitud de la amenaza, sumergido en aquel mar de sensaciones tantas veces como le fuera posible!
Fue en ese camino solitario que abrazaba, con una suave curva a una loma, en donde se percató qué lejos había llegado y cuan irreversible era.
Iluminado por el brillo de las estrellas y de una media luna, gris por el paso de las nubes de tormenta, el último hombre, a punto de morir, estaba aterrado más allá de lo creíble. Una mancha de humedad se extendía por sus pantalones de manta, su frente estaba cubierta de sudor. ¡Pero no debería ser así! En presencia de un Dénnari, la calma se hubiera extendido entre todos los presentes, malinterpretada por los asesinos como resignación o valentía.
Cuando ocurrió la detonación y el hombre cayó al suelo como un pesado fardo, lo comprendió todo.
¡Escuchó el sonido! El efecto de las ondas en el espacio no era desconocido, aunque no tuviera oído, como los humanos.
¡No se suponía, tampoco, que pudiera escuchar los jadeos de los hombres, el arrastrar del cuerpo, el ulular lejano de una lechuza y los grillos que hacían un escándalo infernal!
Otras diferencias en la percepción de su entorno le asustaron; la temperatura era tan baja que le mordía la piel, aire colmado del penetrante olor ferroso de la sangre y mezclado con la frescura perfumada de la escampada llenó sus pulmones, abrumador fue el efecto, por su contraste.
Tenía algo en la boca; sabor sin nombre que no era otra cosa que el rocío de la madrugada. En los pies, la sensación aglutinante de tibio lodo ensangrentado.
El trance fue glorioso porque sentía la inmensidad a su alrededor. A la vez, la suma de aquella depravación sensorial fue repugnante. Sentía, como un inferior ser humano.
Había caído.
![](https://img.wattpad.com/cover/252248998-288-k399145.jpg)
ESTÁS LEYENDO
Dénnari
Paranormal"Son caídos. Antes no fueron ángeles ni cosa parecida. Su naturaleza etérea es diferente, una de las muchas criaturas que habitan la tierra, sin que el hombre lo sepa. Obligados a vivir como humanos, sin serlo, atados al peso de lo prohibido. Tran...