Epílogo

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Hugo se preparaba el café esa mañana de diciembre cuando sintió unos brazos rodear su cuerpo.

Sabiendo de quién eran, sonrió y se giró para besar la cabeza de la chica que era, considerablemente, mucho más bajita que él.

- Felicidades - le sonrió la joven.

- Gracias, pequeña - dijo él, depositando un beso en su frente y admirando su cara - Que bonita eres, Noa.

Y lo cierto es que la belleza de esa niña era incuestionable.
Su pelo ondulado y rubio, sus ojos azules como el mar y esa naricilla diminuta la hacían realmente preciosa.

Por eso, Hugo vivía por y para ella. Noa era su vida desde hacía diez años, y a sus treinta y siete podía asegurar con total certeza que desde el momento en que la vió por primera vez, quedó enamorado de ella. Aunque lo cierto es que, incluso antes de conocerla, ya sentía que la quería como a nadie.

Cuando Hugo levantó la vista de ella, se encontró con la imagen en la que deseaba vivir el resto de su vida.

Eva bajaba en pijama pero con el pelo bien peinado y cargaba con Gael, el pequeño de la familia. Tras de ellos venía Atenea, la mediana.

Noa se separó de su padre y se dirigió a la mesa a tomar, como cada mañana, su bol de cerales.

Eva, al pasar por su lado, le dejó un dulce beso en la cabeza y la niña le regaló un sonrisa.

En ese instante, Atenea se lanzó a los brazos de Hugo quien la recibió con multitud de besos por toda la cara.

La niña reía sin parar mientras su padre la atacaba a mimos.

- ¡Para papá, que me haces cosquillas! - se quejaba entre risas.

Atenea, a sus siete años, era igual de preciosa que su hermana pero tan distinta de ella que apenas lo parecían. La mediana de los hermanos tenía el pelo rizado y castaño, y los ojos marrones claro que a la luz del sol imitaban el verde de los de su padre.

Y el más pequeño era la idéntica réplica del cordobés. Era tan activo como su padre, aunque también tenía cinco años y eso no ayudaba. Y era clavadito a él, salvo por los ojos, que al igual que su hermana mayor, los había heredado de su madre.

Los tres niños habían nacido en Madrid, aunque se habían criado entre Córdoba y Galicia.

- Feliz cumpleaños - sonrió Eva una vez los niños se habían marchado al salón.

- Gracias - respondió Hugo depositando un dulce beso en sus labios.

Eran afortunados.

Tras aquella noche en el mirador, hacía ya once años, la relación de la pareja se había fortalecido hasta tal punto en el que dos años más tarde de aquel día, su amor se vería personificado en la mayor de sus hijas.

Se casaron cuando esta hubo cumplido los cuatro años, y al siguiente tuvieron a Atenea, la mediana. Y para finalizar el deseo de ambos de tener tres hijos, dos años después de la última, vendría Gael.

La vida no habia dejado de sonreírles en los últimos doce años y eso era algo que agradecían.

- Esta tarde vendrán Flavio y Samantha con la niña y Mai, Bruno, Anaju, Nia, Jesús, Javy y Rafa a celebrar tu cumple - le informó la gallega mientras cogía el zumo que minutos antes le había preparado Hugo.

Él asintió.

- ¿Falta algo en la maleta de los niños? Mi madre ya ha llamado para que mañana no tardemos mucho, que nos echa de menos - preguntó el andaluz.

- Los pijamas, pero luego los meto yo, no te preocupes.

La morena dejó un beso en la mejilla de él y se marchó al salón a desayunar con sus hijos.

Minutos más tarde aparecía Hugo con un vaso de ColaCao en cada mano.

- Atenea, Gael, a desayunar - les dijo a los pequeños.

Los niños hicieron caso a su padre y se sentaron a la mesa junto a él, su madre y su hermana mayor.

Y mientras Hugo sorbía de su café, su mirada se cruzó con la de Eva, y ambos supieron que estaban pensando lo mismo.

Ellos ya habían ganado en la vida, y la recompensa a todo el sufrimiento que un día tuvieron que pasar, era esa.

Eran una familia. Ellos dos y los tres niños que discutían sobre los dibujitos animados que echaban en la tele.

Y se sintieron afortunados. Porque no tenían mejor regalo de cumpleaños ni de vida que aquel, poder disfrutar de momentos así los cinco.

Y también sintieron que se querían un poquito más. Que cuando creían que no podían enamorarse más del otro, lo hacían. Que cada día descubrían que el amor que sentían uno por otro, solo iba en aumento con el paso del tiempo.

Y ojalá fuera así el resto de sus días.




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