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En un intento por hacer las paces con mamá, había bajado los escalones, con los ojos hinchados y la nariz congestionada, como consecuencia del llorar hasta quedarme dormida.

Al bajar a la cocina, vi a Sky durmiendo profundamente en el living de la sala y una punzada de culpa me invadió al pensar en el dolor que sentiría en cada uno de sus músculos al despertar.

Mamá estaba preparando el desayuno, vistiendo su impecable falda e impoluta camisa de oficina, cabizbaja, sin siquiera inmutarse de mi presencia.

-Mamá -mi voz sonaba rasposa y bloqueada, deseaba pensar que no había hablado lo suficientemente alto y ella no me había alcanzado a oír en lugar de ignorarme olímpicamente.

-Mamá -levanté la voz- siento lo de anoche.

Pero ella siguió ignorándome, concentrada en su taza de café y haciendo que un nudo, del tamaño de una bola de béisbol, me oprimiera en la boca del estomago.

Las siguientes palabras que articularon mis labios, en conjunto con mis cuerdas vocales, escaparon sin ser procesadas por mi atormentado cerebro nublado por la culpa.

-¿A dónde... debo ir? -sus ojos olvidaron la taza de café y me inspeccionaron, fríos, confusos, cansados, lo que hizo que siguiera con lo que había empezado, ya no había marcha atrás- ya sabes... -me sentía incomoda y pequeña ante sus ojos verdes, por lo que comencé a jugar con los dedos de mis manos- la sesión...

Sus ojos brillaron tras las lágrimas que rápidamente se dispersaron con el dorso de su mano, una pequeña sonrisa se asomó en sus labios, pero rápidamente la ocultó, manteniendo firme el aspecto frío y conservador.

-Ve a la casa de la señora Marge -volvió a bajar la mirada.

-¿La señora Marge? ¿La vecina? ¿A caso es una médica clandestina? -dije tratando de disminuir la tensión que nos rodeaba, pero claramente, no funcionó.

-Su hija es nutricionista -eso me tomó por sorpresa.

-¿La señora Marge tiene una hija? -no pude disimular la impresión, no recordaba haberla visto siquiera una sola vez.

La señora Marge siempre andaba encerrada y sola, ocasionalmente la visitábamos, era una mujer realmente amable a pesar de todo.

Mi madre sólo asintió con la cabeza.

-Tienes que estar ahí a las diez -dijo, dándome la espalda y atravesado la puerta.

-Adiós -susurré, rendida, sin recibir respuesta alguna.

Aún era temprano, así que fui a ducharme para luego tomar una taza de café, era lo único que pasaba por mi garganta sin causarme repulsión.

¿Cómo odiar a mi buena amiga la cafeína?

El reloj indicaba que faltaban cinco para las diez, así que me cepillé los dientes y salí.

El sol se encontraba lo suficientemente alto como para hacer que cerrara los ojos debido a la intensa luz, y subiera una mano a mi frente, creando una especie de visera para poder mirar por donde iba.

Conté mis pasos, diez... once... doce... se había vuelto una costumbre, hasta que tuve que subir los escalones de la entrada de la casa de la señora Marge.

Me detuve, dudando si golpear la puerta o volver sobre mis pasos y hacerme la dormida, pero eso solo empeoraría las cosas con mamá.

Así que aquí estaba, un sábado, de mañana, golpeando, desganada y vacilante, la puerta de la vecina.

No habían pasado siquiera diez segundos, cuando oí el movimiento de la llave en la cerradura de la puerta, rápidamente la misma se hizo atrás, revelándome, para mi sorpresa, a una mujer de mediana edad, de cabellos negros, ojos azules, y una cálida sonrisa maternal.

Corazones RotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora