Capítulo ocho

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Alrededor de las doce del medio día, el hombre que me torturó a latigazos, llama a unos cuantos guardias, incluyéndome a mí. Me pongo nerviosa ya que me espero lo peor y no quiero recibir otro castigo, pues no he hecho nada. Al menos que yo sepa.

Cinco hombres robustos, una mujer y yo, vamos al despacho que tan malos recuerdos me traen. Tan sólo de pensar en el látigo me duelen las heridas. Nos posicionamos frente al gran escritorio con las manos detrás de la espalda, las piernas semi abiertas y la cabeza en alto, bien recta.

—Tendréis que encargaos de unos cuantos reclusos, tienen que hacer un trabajo y serán castigados —dice con esa sonrisa de lado que vi hace tiempo y se me ponen los pelos como escarpias. Prácticamente nos está diciendo que tenemos que castigarlos nosotros. —Ya sabéis cuales son los castigos ¿no?

Me mira. Lo miro y trago saliva. Todos asentimos con la cabeza, incapaces de pronunciar palabra por si acaso recibimos otro castigo nosotros. En eso, entran dos soldados, está claro que son parte de los gobernantes, con sólo ver el brillo de sus pieles y el olor a perfume caro, lo sabes.

Salimos de aquel despacho que me hace retorcer de dolor y vamos tras ellos. Sus andares son refinados y de superioridad. Imbéciles. Nos guían por unos pasillos que están bastante oscuros y hace bastante frío, bajamos unas escaleras y cuanto más bajamos, más frío hace.

Me tapó la nariz con la mano de inmediato, huele fatal, tanto que hace que me den arcadas. Nos paramos frente a una puerta de hierro que parece nueva. Los soldados la abren y entramos con los ojos entrecerrados por la poca luz que hay. Me da otra arcada.

Cuando ya me he acostumbrado a la luz, veo a hombres con palas recogiendo estiércol y echándolo en unas carretillas. ¡Madre mía! Ésto es realmente asqueroso. Es lo que ellos defecan.

Quiero vomitar.

Los soldados encienden una luz, y veo que ellos llevan puesto unas mascarillas ¡Menudos listos! Pienso. Luego,el otro soldado, se va y a los segundos vuelve con unas cuantas barras de hierro, nos entrega una a cada uno. Cuando tengo la mía en la mano, miro a los reclusos, se les ve cansados y asqueados y no puedo evitar sentirme mal por ellos.

—Ya sabéis lo que tenéis que hacer —dice, uno de los soldados.

Se empiezan a dispersar y escogen a un recluso; yo, lentamente camino hacia uno y me pongo detrás suyo. Ya se ha escuchado un grito, sé que tengo que golpear al hombre delgaducho y con una barba que le llega a los pies, pero no soy capaz, no quiero hacerle daño a una persona que pueda ser inocente, porque la mayoría de los que están aquí, o son revolucionarios o, han robado para darle de comer a sus familias.

Al poco tiempo, la sala se llena de ruidos de las varas golpeando las espaldas de los hombres y los gritos de éstos.

—Lo siento mucho —le susurro al hombre, que no para de recoger estiércol y echarlo en la carretilla. Cojo aire, levanto la vara,cierro los ojos fuerte, mantengo el aire en los pulmones y bajo la vara con algo de fuerza, golpeando su espalda huesuda.

Éste no dice nada, solo he escuchado un pequeño gruñido. Me siento fatal.

Repito la misma acción, pero ésta vez con más fuerza, tanta que le he sacado un grito. Sollozo por estar haciendo esto, pero es él o yo, y claramente yo no quiero volver a ser castigada porque tengo que cumplir con lo que prometí : acabar con el dolor, con el sufrimiento y con los gobernantes.

Sigo golpeándolo con mas fuerza cada vez, mientras lloro y le pido disculpas por cada golpe que le doy. Así hago una, y otra y otra vez y la última que lo golpeo, se me ha ido la mano, me llevo una mano a la boca, aterrorizada y con las lágrimas cayendo por mis mejillas. Le he golpeado la cabeza, ha caído al suelo, chorrea sangre y no se mueve. Me aterra la idea de que posiblemente lo haya matado.

Tras las sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora