Capítulo 3

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Camino a buen paso hacia mi casa; ya son las nueve y media de la noche y a las diez es el toque de queda. Si no llego a casa antes de esa hora, esta será mi última noche.

El toque de queda me parece demasiado cruel, si te caes, o cualquier cosa que pueda sucederte, y no eres capaz de llegar a tu casa a tiempo, ni esconderte lo suficientemente bien como para que no te pillen, estás acabado. Los soldados cogen a los que se saltan el toque y les dan una paliza, luego los cuelgan en un mástil de madera, en la plaza de Zocodover, y se los cargan para meterlos en unas jaulas, para así después, sus familiares puedan reconocerlos y enterrarlos.

Es horrible.

Toda la plaza huele siempre a descomposición, lo cual es una pena, pues la plaza es bastante bonita, quitando que los edificios allí están algo viejos y no es algo agradable de ver. Sólo los que vivimos aquí sabemos lo que un día fue. Para suerte nuestra es lo único más valioso que nos queda en nuestro territorio, aun estando en la zona de los Gobernantes.

Al fin llego a casa cinco minutos antes de que las campanadas de las horas prohibidas retumben por los muros de Toletum. Me dirijo a la cocina y como un poco del cordero, que ya empieza a estar duro, pero sigue siendo comida. No tengo mucha hambre, de modo que me voy pronto a dormir, mañana es viernes y tengo turno de guardia en la cárcel: de nueve de la mañana a tres de la tarde.

Abro los ojos cuando mi viejo reloj emite el molesto pitido que me indica que debo levantarme:  ocho y diez de la mañana. Me visto con el uniforme negro que me dieron y me pongo unas botas con cordones, de suela muy gruesa. Desayuno unos restos de pan y me voy corriendo hacia la cárcel, si no me doy prisa no llegaré.

Entro en el edificio principal de la prisión junto al chico que es mi compañero durante los turnos de guardia. Un soldado nos lleva hasta la celda 326 y nosotros nos colocamos esta vez de frente al preso. Él duerme profundamente y así parece más benévolo, menos peligroso. Tenemos que permanecer frente a él toda la mañana.

A la una de la tarde un chico pasa con un carrito repartiendo los platos de comida. Por primera vez me fijo que no todos los platos tienen un aspecto tan horrible, ¿estará hecho a propósito? Prefiero no meterme en eso. Al preso de la 326 le pasan su plato de comida, que por cierto, es de los que peor apariencia tienen. Quizá traten de eliminarlo sin levantar sospechas. Él mira con asco el plato, y cuando el chico de la comida se va, lo tira al suelo sin cuidado alguno.

¿Habría seguido mi consejo?

—Quizá tengas razón sobre la comida—me dice sin ese habitual tono suyo, tan duro, tan frío.

No respondo, simplemente lo observo con dureza. Después pienso en el plan de los revolucionarios; tengo que acercarme a él, como sea.

—No creo que merezcas morir por comer un simple plato de comida —le digo algo menos dura, pero no demasiado.

—¿Qué te importa lo que yo merezca o no?

Me encojo de hombros. Él no me importa nada, pero debo tratar de ser amable, en la medida de lo posible. Necesito sonsacarle una información y no creo que tratarlo con dureza me ayude.

—No me caes demasiado mal-—murmura con una media sonrisa en el rostro.

Reprimo las ganas de escupirle, tiene unos cambios de humor muy molestos.

—¿Debería considerar eso un cumplido? —alzo una ceja. Quizá me apetezca jugar un poco.

—Esa es tu decisión, no la mía— responde.

Se levanta de su camastro y se dirige hacia el sucio váter que hay en una esquina de la habitación, completamente al descubierto, sin intimidad ninguna.

Tras las sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora