Capítulo 10

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Lo miro atenta, quiero saber de una vez por todas todo los secretos que hay para derrocar a los gobernantes.

Abre la boca y justo cuando va hablar, una voz que me hace temblar, retumba en mis oídos.

—Isabel, acompáñame —miro por encima de mi hombro lentamente y ahí lo veo, de pie, con las manos metidas en los bolsillos, manteniendo el semblante serio.

Asiento con la cabeza lentamente y me levanto con vacilación. ¿Qué quiere? Pienso.

—Hablamos más tarde —susurro para que solo Justin me oiga. Éste asiente y se tumba en la cama, intentado parecer tranquilo, pero sé que no es así.

Salgo de la celda y el hombre que me golpeó con el látigo, comienza a caminar. Voy tras él echando una última mirada a los ojos mieles.

Salimos fuera del centro penitenciario y me quedo embobada viendo el coche de alta gama que hay enfrente mío. Su pintura negra reluce como si le acabasen de echar barniz. Es impresionante.

—Vamos, el Señor Edward no tiene todo el día —me dice aquel malvado hombre, indicándome que suba al coche, dónde dos hombres más ocupan la parte delantera.

¿He oído bien, o me lo he imaginado yo?  No, no. He oído a la perfección y sé que esto no va acabar bien. ¿Por qué querría el Dictador verme a mí? Claramente, algo va a pasar.

Y tengo que estar preparada para ello.

Vacilando un poco, tomo la maneta del impresionante coche y abro la puerta. Ese olor a gobernante hace que me den arcadas y la furia se adueñe de mi cuerpo. Debería estar nerviosa y cagada de miedo porque voy a presentarme ante el mismísimo Dictador, pero la rabia que siento hacia él y hacia todos los gobernantes, es más poderosa; de modo que me siento en la parte trasera junto con el hombre del látigo y cierro la puerta, dispuesta a todo lo que tenga que ocurrir.

El silencio abunda dentro del automóvil, de modo que me dedico a mirar por la ventana y averiguar por mí misma a dónde vamos, porque si pregunto, es más que obvio que no me lo dirán. Pasamos por la Calle de Santo Tomé, después giramos hacia la izquierda dónde puedo ver el Palacio Arzobispal, el Salón de reuniones y enseguida, un escalofrío me recorre el cuerpo.

Estamos llegando a la Plaza de Zocodover.

Para mi suerte, ya que no quiero derrumbarme cuando lo vea ahí metido en una de esas jaulas; doblamos a la derecha y ésta vez no puedo saber en qué calles estamos, pues estamos entrando en territorio gobernante. Nadie, excepto ellos, puede pasar a este lugar, omitiendo la Plaza de Zocodover que es el único sitio de este territorio que podemos pisar. Obviamente, lo hicieron adredre para reírse de nosotros, reírse de nuestra desgracia.

Malditos sean.

Miro a mi alrededor, maravillada y asqueada al mismo tiempo, al ver las preciosas casas que se encuentran en este lugar. Parece que acabo de entrar en otra dimensión. Todo está limpio, las personas que pasean por las calles llevan trajes caros, maquilladas, ni un rastro de suciedad en sus manos y bien cuidadas, cabellos impecables...

Da asco tanta perfección. Ellos ni si quiera saben lo que supone trabajar durante quince horas diarias, lo que es tener que vivir con miedo y con instrucciones estrictas. No saben ni siquiera por lo que todos los pobres pasamos.

Los odio a todos.

Prefiero ser una chica pobre a la que le han arrebatado todo, a ser una mujer que vive de las desgracias de los demás. Me negaría a ser como ellos si se me diese el caso.

El coche para, salgo de mi ensimismamiento y a través de la ventanilla opaca, veo que estamos frente a un caserón... ¿Qué digo? Una mansión.

Soy un tanto inculta, pero sé diferenciar una cosa de otra. Y ésta, sin duda, es la mejor casa de todas las que hay en el terreno gobernante.
Y sé a quién pertenece.

Tras las sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora