Capítulo 14: Poner al Día

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Vicder cerró el grifo de la ducha y se apoyó contra la pared de fibra de vidrio mientras la llave de la regadera goteaba sobre su cabeza mientras el vapor del agua caliente se dispersaba. Le habría gustado demorarse un poco más, pero temía acabar con las reservas de agua y, a juzgar por la ducha de media hora que Leroy se había dado, era evidente que no podía contar con su contribución a la causa.


Sin embargo, estaba limpia. El olor a alcantarilla había desaparecido, y el sudor salado se había escurrido por el desagüe. Salió de la ducha común, se frotó el pelo con una toalla apergaminada y se dispuso a secarse las hendiduras y articulaciones de los miembros biónicos para que no se oxidaran. Lo hacía por costumbre, aunque las últimas incorporaciones disponían de una capa protectora. Por lo visto, el doctor Feltsman no había escatimado en nada.


El mono sucio de la prisión estaba hecho un ovillo, tirado en un rincón del suelo embaldosado.

Había encontrado un uniforme militar olvidado en las dependencias de la tripulación: unos pantalones de color gris marengo que le quedaban grandes y que debía sujetarse con un cinturón y una camiseta blanca, una indumentaria que apenas se diferenciaba de los pantalones y las camisetas que solía vestir antes de haberse convertido en una fugitiva de la ley. Lo único que le faltaba eran sus característicos guantes. Se sentía desnuda sin ellos.


Metió la toalla y el uniforme de la cárcel en el conducto de la ropa sucia y salió de las duchas. En el estrecho pasillo se veía una puerta a la derecha, que daba a la cocina, y el muelle de carga atestada de cajones de plástico a la izquierda.


—Hogar, dulce hogar -musitó, escurriéndose el largo cabello mientras se dirigía sin prisa hacia el muelle de carga-.


No había ni rastro del presunto capitán. Solo estaban encendidas las débiles luces de posición que señalizaban el camino, y la oscuridad, el silencio y la consciencia de la inmensidad del espacio que rodeaba la nave, extendiéndose hacia el infinito, le produjeron a Vicder la extraña sensación de ser un espíritu vagando por una nave a la deriva. Se abrió paso entre los cajones de almacenaje que obstaculizaban el paso y se dejó caer en el asiento del piloto cuando llegó a la cabina de mando.


Vio la Tierra a través de una de las ventanas, las costas de la República Americana y gran parte de la Unión Africana asomaban bajo el manto de nubes que se arremolinaban sobre la superficie terrestre. Y más allá, estrellas, millones de estrellas mezclándose y creando nebulosas en innumerables galaxias. Eran hermosas y aterradoras al mismo tiempo, a miles de millones de años luz de allí y, aun así, tan brillantes y próximas que casi resultaba asfixiante.


Lo único que Vicder siempre había anhelado era la libertad. Alejarse de su madrastra y su despotismo. Alejarse de una vida de trabajo constante sin obtener nada a cambio, prácticamente como una esclavitud. Alejarse de los comentarios hirientes y de las palabras ingratas de los extraños que no confiaban en una joven ciborg que era demasiado fuerte, demasiado lista y demasiado buena con las máquinas para llegar a ser normal alguna vez o ser aceptada en los ojos de la Sociedad.


Por fin tenía su ansiada libertad..., pero no se parecía en nada a como lo había imaginado.
Vicder lanzó un suspiro, apoyó el pie izquierdo sobre la rodilla, se arremangó la pernera y abrió el compartimento de la pantorrilla. Lo habían registrado y vaciado cuando ingresó en prisión -una invasión más que añadir a su lista-, pero habían pasado por alto el contenido más valioso.

Sin duda, el guardia que la había revisado había pensado que los chips integrados en el cableado formaban parte de la programación de Vicder.


Tres chips. Los arrancó, uno tras otro, y los dejó en los brazos del asiento.

Escarlta (II Parte Vicder)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora