Capítulo 17: 27/06/2018

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Dos semanas después del asalto

Alejandro

"Recuérdate por qué la amas" Me repetí tal como había hecho a comienzos del mes anterior, aunque las palabras sonaban más vacías en esta ocasión, luego de las mentiras de Erika la lista parecía palidecer cada vez más, mentalmente enumeraba las razones por las que una vida a su lado era perfecta, mientras mi corazón entonaba lógicamente cantos de dolor evocados en las últimas noches.

Como Lady Gaga, necesitaba solo una razón más para quedarme, aunque hubiese millones para marcharme, nuevamente llegaban a mi mente pensamientos dudosos sobre mi propia forma de ver los hechos, ¿de verdad sus actos eran tan atroces como para no perdonarlos? ¿O era mi ansiedad obligándome a victimizarme para poder lidiar con emociones que no estaba listo para procesar?

Erika no era una mala persona, ni había sido una mala novia, juraba no haberme engañado, y yo intentaba creerle, mas una mentira es capaz de derrumbar cientos de verdades, para bien o para mal esa noche ella había ido a verse con Víctor, posteriormente había mentido sobre ello, incluso si de verdad ni siquiera un sentimiento se hubiese asomado, ni un centímetro de su falda habría de elevarse, ¿podía creerle que todo era tal cual lo decía?

En dos semanas nos iríamos de Nueva York, justo después de mi cumpleaños, lo que me hacía preguntarme si ese sería el último que pasaría con ellos, una fuerte punzada atacó mi pecho al solo pensar en alejarme de Erika, la misma se intensificó al pensar en no estar junto a Gabriel.

Yacía sentado frente a la chimenea, el crepitar de las brasas acompañaba el camino de destellos que ascendían desde las mismas, como pequeñas hadas que volaban, escapando del infierno. Observé con atención, hipnotizando por la danza de las flamas, hasta que sentí unas delicadas manos en mis hombros, presionando a través de la tela de mi camisa.

―Toma esto. ―me dijo al pasar un trozo de papel rectangular.

―¿Aún estamos en la etapa de las cartas de amor? ―pregunté, con un carisma forzado.

―No es una carta de amor, si te fijas, está en blanco.

Era cierto, no había nada escrito por ningún lado, la observé durante un instante, tratando de percatarme de alguna referencia o instrucción implícita, sombras y fulgores rojizos eran reflejados en su superficie con extraña belleza, pero nada particularmente destacable.

―No entiendo.

―Es para que escribas en ella, para que te despidas de tu padre y luego la arrojes al fuego.

Giré mi rostro para verla, sus ojos estaban rojos, como si hubiese estado llorando por horas, me sentí culpable por alguna razón, ¿cómo no la había escuchado?

―Hace más de un año de la muerte de papá, creo que ya es tarde para despedidas.

Caminó hacia el frente de la silla, obstruyendo la luz del fuego e iluminando su traje de noche, lucía como un ángel, uno que ardía, uno que sufría.

―No se trata de tiempo, Ale. La carta no es para él, es para ti. Cuando mi mamá murió no pude cerrar ese capítulo hasta de hecho me despedí, hasta que acepté que ya no estaba.

Por un instante aprecié lo ilógico de sus palabras, yo había aceptado la muerte de mi padre, ¿si no por qué lo había llorado tanto?, ¿Por qué lo extrañaba cada noche? ¿por qué había nombrado a mi hijo en su honor? Sin embargo, conforme las agujas del reloj convertían mis ojos en lágrimas y mis manos en puños, acción que hacía más de lo que me gustaba admitir, pude entender a lo que se refería, soltando estos y abriendo mis palmas.

―Sé que no estamos bien justo ahora, pero no es razón para olvidar el porqué vinimos en primer lugar... debes sanar, debes dejarlo ir.

Dos segundos de miradas se antepusieron a mi respuesta.

―¿Tienes un bolígrafo?

Escribí la carta, más de la mitad de ella manchada por un extraño líquido que comenzó a brotar de mis ojos, ¿cómo le decía a eso la gente? Ah, sí; lágrimas. Podría contar las palabras que escribí, pero siendo honesto, estas confío permanecerán entre mi padre y yo, en la completa intimidad entre un hombre y un trozo de papel incinerado frente a sus ojos.

Llegado el momento de terminar, me hallé a mí mismo exhausto, harto de llorar, y sobre todo harto de estar enojado, con Erika, conmigo, y con el mundo. Si iba a dejarla no sería en medio de una pelea, de un ataque de ansiedad que casi termina en una tragedia, sería en una conversación, con Erika al otro lado de la mesa, por más que estuviera sufriendo, dolido, no podía dejar que mi ansiedad definiese quién era.

Una vez Erika terminó de dormir a Gabriel, subí, por primera vez en semanas, lo hice, ella palideció por un instante, sus ojos seguían rojos, había seguido llorando luego de despedirme, los míos estaban tan rojos como los de ella. Corrió a mis brazos, cinco pasos veloces hasta saltar sobre mí, y yo la envolví con los míos, sin importar que todo estuviera por terminar, necesitaba abrazarla, inhalar su aroma una vez más.

―¿Quieres hablar un rato? ―Susurré a su oído, aun sintiendo su aliento caer sobre mi cuello.

―Por favor ―respondió.

Nos tomó un parpadeo terminar en el pasillo, encendí las luces para poder vernos frente a frente, Erika se apoyó en la pared contraria a la que yo lo hice; el chico y la chica mala esperando a los nerds a la salida.

―No te dejé explicarme. ―admití.

No había palabras que justificaran su encuentro a escondidas con Víctor, pero necesitaba saber por qué lo había hecho, por más que doliera la imagen y el engaño, necesitaba saber qué había ocurrido.

―¿Estás seguro de que quieres saber? ―Inquirió ella, con un tinte de fragilidad en su voz.

―¿Me fuiste infiel?

―No.

―¿Piensas volverlo a ver?

Dudó por un momento.

―Sí. ―Admitió. Dolió.

―Quiero saber.

Erika lo explicó.

Contra todo pronóstico... yo la perdoné.

Estrellas Perdidas [Antología Perdidos en el Eco #1 ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora