Capitulo 7

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Santino estaba abatido. Rechinó los dientes con impaciencia y miró su móvil
mientras los magnates japoneses hablaban sin cesar sobre la nueva unidad de
producción que utilizaba la fábrica de Santino. Dos semanas. Dos largas semanas desde
que había llevado a Sarah a patinar sobre hielo y dos largas semanas desde que la había
besado. Después de que hubiera intentado patinar sobre hielo y se hubiera roto el
trasero, la había llevado a cenar a uno de sus restaurantes italianos favoritos y después
la había dejado en su casa con un beso largo que había dejado a los dos jadeando.
Pero él no se había quedado. Sabía Dios que se moría de ganas. Pero había tenido
la sensación de que Sarah Montgomery no tenía ni idea de lo especial que era y
necesitaba que se lo demostrara. Así que no había dormido con ella. Ahora se
arrepentía, echaba de menos su cara y sus brazos y su pelo oscuro cayendo sobre su
pecho como una cascada de seda. Había pasado demasiado tiempo en Japón y se moría
por volver a casa.
En cuanto terminó la reunión, Santino cogió el teléfono y caminó hasta la pared de
cristal de la oficina, contemplando el paisaje urbano de Tokio, una ciudad de la que
siempre había disfrutado pero a la que ahora le faltaba encanto. Ella contestó al cuarto
tono.—
¿Hola?
Él cerró los ojos.
—No tienes ni idea de cuánto echo de menos tu voz.
***
La sonrisa de Sarah era silenciosa pero radiante y eufórica. «Yo también te echo de
menos». Pero no lo dijo. Las admisiones abiertas y honestas que él hacía la cautivaban,
pero ella no se atrevía a ser tan directa sobre sus propios sentimientos. No iba a pasar.
—Tenía muchas ganas de que me llamaras.
Él suspiró.
—Esto se ha alargado mucho. Salgo hacia Nueva York dentro de media hora. Te
veré en cuanto aterrice.
—Estaré allí. En el aeropuerto, quiero decir.
Santino hizo una pausa.
—¿Sabes qué? Mi chófer te recogerá a las seis y te llevará al aeropuerto… a mí.
Me muero de ganas de verte.
—Y yo —dijo ella suavemente.
Cuando ella colgó, tenía el estómago lleno de mariposas. Esa pequeña admisión
honesta estaba bien. Era apasionante de una forma extraña y traviesa. Sentía que se
estaba exponiendo para que le hicieran daño, para que la cuidaran. Diablos, si no se
arriesgaba nunca recibiría nada a cambio. Y, por el momento, tenía la sensación de que
era seguro invertir sus sentimientos en Santino. Al menos ella rezaba con fervor por que
fuera así. Sabía Dios que ya había tenido una buena ración de desamor. Con suerte, esa
fase de su vida se había acabado.
***
Santino caminó con decisión por el aeropuerto. Sabía que una chica con los ojos
ámbar, el pelo negro y la sonrisa más bonita le estaba esperando en su limusina. No
podía creerse que estuviera tan enganchado a ella. Tampoco podía creer que un viaje a
España que había estado a punto de cancelar le hubiera llevado hasta ella. ¿Y si no
hubiera ido allí? Sarah estaría trabajando, no lo conocería y probablemente estaría
saliendo con otro, besando a otro…
—Joder. —Los celos le golpearon el pecho y empezó a caminar enérgicamente,
apresurándose para verle la cara. No podía creerse cuánto se divertía con ella. Era
honesta y real, diferente al resto de mujeres con las que había salido. Nunca había sido
el tipo de hombre que usaba y descartaba a una mujer, pero, aun así, había pasado por
muchas buscando a la que encajara.
Sarah, con su humor impredecible y su brillante sonrisa, podía ser exactamente la
mujer a la que había estado buscando. Alguien con quien sentar la cabeza. Alguien con
quien compartir su vida. Alguien con quien envejecer. Maldita sea. Ya podía imaginar
la vida que tendría con ella a su lado. Y, como la conocía desde hacía solo tres
semanas, la idea era aún más ridícula y maravillosa.
Para mayor placer, la mujer que pensaba que lo esperaría en el coche en realidad
estaba esperándole dentro del aeropuerto. Con una amplia sonrisa, la cogió por la
cintura y la levantó sobre su pecho.
Sarah se rio mientras le rodeaba el cuello con los brazos y él la levantaba del suelo.
Cuando la bajó de nuevo, no le soltó la cintura e inclinó la boca sobre la de ella en un
beso breve pero intensamente profundo que dejó a ambos jadeando.
Él descansó su frente sobre la de ella y suspiró.
—Me haces tan jodidamente feliz.
Ella deslizó las manos por los lados de su cara y dejó que cayeran sobre su pecho,
levantando la mirada tímidamente hacia la suya.
—¿Cómo consigues decir siempre las cosas más maravillosas?
Él apretó la mandíbula.
—Porque siempre consigues hacerme sentir las cosas más maravillosas.
Sarah sonrió. Cuando ella se inclinó para besarle la mejilla, él tensó la mano
alrededor de su cintura de forma posesiva.
***
Santino todavía la sujetaba por la cintura cuando pasó con ella por la entrada VIP
del restaurante más exclusivo de todo Nueva York.
—¿No es imposible conseguir una reserva aquí?
—El propietario es amigo mío, así que no hay problema —explicó él modestamente
mientras el camarero les servía las bebidas.
Sarah suspiró y sonrió.
—¿Y qué tal ha ido el vuelo? ¿La persona que estaba a tu lado roncaba? ¿Y qué tal
los bebés? ¿Han llorado durante todo el vuelo o qué?
Santino se rio en bajo, conmovido por la forma en la que bromeaba sobre su jet
privado.
—Dentro de poco te llevaré conmigo y tú misma podrás ver a todos los bebés
llorando en el avión mientras te hago el amor en medio del cielo.
—¿Lo harás ahora? —Ella arrugó la nariz.
Santino se levantó bruscamente, dio dos pasos alrededor de la mesa y le agarró la
nuca antes de darle un pequeño beso en su diminuta nariz.
Ella se quedó paralizada mientras él se sentaba de nuevo.
—¿Qué? —preguntó él con una risa ahogada.
Ella negó con la cabeza y bajó la mirada a su plato. Las emociones que la dejaban
sin aliento eran reales y palpables, pero este hombre… si le rompía el corazón, la haría
pedazos. Y ella ya sabía, incluso antes de que ocurriera, que nunca sería capaz de
superarlo… o de olvidarlo.
—¿Todo bien? —preguntó él. Cuando ella asintió, él se inclinó hacia delante—.
¿Quieres hablar de ello?
Sarah vio el destello de total adoración en sus ojos, su decidido interés, y sonrió.
—Está todo perfecto. —Ella estiró la mano hacia su copa.
Él le apartó la mano de la copa, colocando la palma sobre la mesa y deslizando las
yemas de los dedos sobre sus nudillos.
—Me puedes contar cualquier cosa. Pero eso ya lo sabías, ¿verdad?
Ella se rio entre dientes.
—Sí. Y debería decir que desde la experiencia con el patinaje sobre hielo, los
lumbares me están matando.
A él se le borró la sonrisa al instante.
—Estás de broma.
—No. La verdad es que ha empeorado durante esta última semana.
—¿Has ido al médico?
Sarah hizo una mueca.
—¿Ir al médico por un dolor de espalda cuando sé perfectamente que lo provocó tu
cita intensiva? No soy una debilucha.
Él ahogó una carcajada.
—Eres adorable.
Ella dio un sorbo a la bebida.
—Gracias. Tú también.
—No copies mis cosas. Piensa tus propias frases que decir. Se supone que eres
creativa.
Sarah sonrió.
—¿Como qué?
—Ah, muy inteligente. Hazme pensar por ti también.
—Hmm. Vale, voy a aprovechar esta oportunidad para pedir que la próxima vez que
pienses tener una cita tan intensa me avises con antelación para llevar un par de
antiinflamatorios en sangre.
Él agitó la cabeza de manera fanfarrona y cogió el tenedor.
—Cariño, las citas conmigo siempre serán intensas, y… —Él la miró a los ojos de
forma juguetona— si no son intensas durante, sin duda serán intensas después.
—Es muy alentador saberlo.
Él asintió.
—Me alegro de que tengas ganas.
Sarah resopló y se rio, golpeándole en la mano con un toque juguetón mientras él se
reía entre dientes.
El camarero retiró los platos y Sarah vio con culpabilidad cómo se llevaba a
medias su plato de pollo que, sin duda, era realmente caro.
—¿No te ha gustado la comida? —dijo Santino mientras le cogía la mano por
encima de la mesa.
Una corriente eléctrica le recorrió el brazo hasta el hombro y le bajó por la
columna vertebral, y ella tragó para aplacar el horrible sabor que tenía en la boca.
—No tenía mucha hambre y sabía un poco raro.
El camarero colocó un plato con el postre entre ambos y Santino no le soltó la mano
cuando ella trató de liberarla.
—Para arreglar ese sabor raro del pollo… —Él le agarró la mano derecha mientras
metía su cuchara en la tarta de lava fundida y le metió la cucharada de delicioso
chocolate en la boca.
Sarah se cubrió los labios mientras dejaba que el sabor diera vueltas en su boca.
Tenía un sabor realmente delicioso, pero de repente sintió una arcada. Ella tragó y,
cuando él estaba a punto de darle otra cucharada, se le revolvió el estómago e intentó
regurgitar todo lo que había comido.
Ella no quería herir sus sentimientos, pero al ver la cuchara cerca de la boca, le
entró el pánico.
—Necesito ir al baño.
Ella liberó la mano y salió disparada de la silla, atravesando el restaurante para
llegar a los baños que estaban al fondo. Delante del lavabo, le dio una arcada y se
enjuagó la boca una y otra vez sin dejar de tener arcadas, sujetándose al mármol
mientras esperaba a que las náuseas disminuyeran.
Por suerte no salió nada, pero ahora tenía los ojos rojos y respiraba con dificultad
por el esfuerzo.
—Oh, Dios mío.
Al pollo le pasaba algo. Un solo mordisco y había sabido que no estaba bien. ¿El
restaurante más exclusivo de Nueva York? Mentira. Servía carne mala y caducada y
ahora estaba enferma. Pero no quería decirle nada a Santino. Sería maleducado.
Arreglándose el maquillaje lo mejor que pudo, volvió a la mesa.
—¿Podemos irnos a casa, por favor?
La agitación de su voz hizo que él volviera la vista hacia ella y, al instante, hizo un
gesto para pedir la cuenta.
—¿Estás bien?
Ella sabía que tenía los ojos enrojecidos y no podía mirarle.
—Sí. —No podía hablar. No podía ni inspirar. Ahora el lugar entero apestaba. El
olor de la carne podrida le golpeó la nariz cuando el camarero pasó con la comida de
alguien, y ella casi se dobló.
Santino la miraba atentamente mientras le daba la tarjeta al camarero. Parecía
enfadada, molesta. Él respiró hondo.
—¿He dicho o hecho algo, cariño?
La ternura era reconfortante, pero iba a tener otra arcada y, muy posiblemente, a
vomitar en medio de ese restaurante tan exclusivo.
                           ***
—No me encuentro muy bien. Tengo que salir de aquí. —Ella cogió el abrigo.
Santino la miraba impresionado mientras ella salía casi corriendo del restaurante. Él se
apresuró detrás de ella, siguiéndola con pasos rápidos, y le agarró el brazo cuando
empezó a alejarse del restaurante.
—Espera. ¿Qué ha pasado?
Ella respiró hondo varias veces.
—Quiero irme a casa. Siento irme así.
Ella comenzó a caminar otra vez y él la agarró de nuevo.
—Deja de huir de mí. Sube al coche. Yo te llevo.
Sarah asintió y él vio su expresión preocupada y confusa mientras ella entraba en la
limusina y se sentaba en la parte de atrás, apartando la vista de él y mirando por la
ventana.
Entonces, agitadamente, ella bajó la ventanilla y comenzó a dar respiraciones cortas
por la nariz sin hablar con él, sin siquiera mirarlo.
«Joder. Lo he estropeado». Pero, ¿qué había hecho? Él no podía recordar de qué
estaban hablando cuando ella se fue al baño. Fuera lo que fuera lo que le molestaba,
probablemente no estaba relacionado con él, pero entonces, ¿por qué ni siquiera lo
miraba?
—Sarah, ¿va todo bien?
—Sí.
—¿Podemos hablarlo antes de que te deje en casa?
—Mañana —dijo ella con evidente dificultad, moviendo la garganta mientras
tragaba una y otra vez.
Él sintió el pánico en los huesos y agachó la mirada hasta la mano de ella. Estaba
apretando la piel marrón, clavando las uñas como si tuviera miedo de caerse del
asiento o algo parecido. Él le cubrió los nudillos, casi esperando que ella lo apartara
pero, para mayor desconcierto, la mujer enfadada e inaccesible giró la mano y le cogió
de la palma como si su vida dependiera de agarrarse a ella.
Él miró su perfil mientras ella apoyaba la frente sobre el lateral de la ventana y
seguía respirando de forma extraña.
Él le sujetó la mano entre ambas palmas y respiró hondo mientras la miraba. Sin
duda, ella no tenía ganas de hablar. Había aprendido algo más sobre la diosa sonriente
que había conocido en España. No solo era increíblemente impredecible, sino que
también era un misterio. La mitad del tiempo no sabía qué esperar de ella. Su
expresión, sus reacciones y situaciones como la que estaba viviendo en ese momento
seguían surgiendo de la nada. Y, cuando miraba su preciosa cara mientras llegaban al
bloque de apartamentos, él sabía que tenía que pelar las capas de esa mujer. Se moría
por saber qué la movía, qué la hacía sentir de la forma en que se sentía, hacer lo que
hacía. Quería llegar a conocer cada pedazo de su corazón, pero no sabía si ella le
dejaría.

"El bebé del multimillonario"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora