—Esto es innecesario —gruñó Sarah por décima vez mientras la enfermera le ponía
una inyección.
—No, no lo es. —Santino habló desde los pies de la cama con los brazos cruzados
sobre el pecho—. Y agradecería que dejaras de lloriquear por ello de una vez.
Santino había tenido razón. Sí tenía fiebre, y la médica acababa de alejarse de su
cama, pero una enfermera la había sustituido de inmediato.
—Solo es fiebre, Santino. No me va a matar... por desgracia —susurró por lo bajo.
Santino apretó los dientes. La había oído y supo que estaba deprimida.
No ayudó que pasara todo el día en la cama descansando, pero eso es lo que le
dijeron que debía hacer. Él no había ido a trabajar en días, a menos que contara los
minutos sueltos que se pasaba para comprobar cuestiones urgentes que se estaban
acumulando. Parecía que no podía soportar dejarla sola.
Estaba que se subía por las paredes de la preocupación que sentía por ella.
—¿Nos disculparía un momento? —le dijo él a la enfermera, una mujer rechoncha
en los cuarenta. Cuando se marchó, Santino se sentó al lado de Sarah—. No dejaré que
nada te mate, por suerte.
Sarah apartó la mirada.
—Solo quiero que esto termine.
—¿Que termine el qué?
—Todo —suspiró—. Todo. Solo quiero dejar de sentirme como me siento.
Se inclinó hacia adelante y la besó en la frente.
—Piensa en nuestros bebés y te juro que eso lo arreglará todo.
A Sarah le tembló el labio inferior y los apretó para que él no viera lo destrozada
que estaba emocionalmente. Él le pasó las manos por los brazos, sustituyendo la tensión
y el nerviosismo por añoranza, y ella se esforzó por contenerse. El consuelo de su tacto
era adictivo, y ella lo echaba de menos, buscándolo con impotencia.
Él le dio un beso en un lado de la cabeza.
—No quiero que sientas que no tienes ningún sitio al que ir y que estás conmigo
porque estás indefensa. No es así. Todo lo que soy es tuyo, y nada ni nadie puede
cambiar eso.
Aunque no hablaron mucho después de eso, Sarah se sentía tranquila y relajada. Él
se sentó en la silla del rincón de la habitación mientras la enfermera se ocupaba de
Sarah, y cuando se marchó alrededor de las cuatro de la tarde, Santino instó a Sarah a
que se sentara en el salón.
Sarah se resistió, pero él no estaba de humor para seguir consintiendo su
cabezonería irracional. Y, desde luego, él era demasiado fuerte, así que simplemente la
cogió y la llevó al sofá. Se sentó a ver la televisión mientras él trabajaba con el portátil
justo a su lado, con el muslo tocando el lado de la pierna de ella.
Ella disfrutó del contacto, ansió tener más, olvidando por unos felices momentos
todo lo relativo a esa otra mujer que en ese mismo instante estaba con el hijo de
Santino. Pero a Santino no parecía que ella le importara mucho. Sarah había dado por
hecho que estaría tan emocionado por ese bebé como lo estaba por los que ella aún no
había tenido. Pero claramente se había equivocado.
No sabía qué le parecía que él ignorara por completo a ese niño. Era imposible que
alguien como él, tan cariñoso y afectuoso, ignorara por completo que existía un hijo
suyo. Eso la hacía sentir intranquila. Se negaba a admitirlo, pero incluso ella se
ablandaría con alguien que técnicamente era de la propia sangre de Santino. Por
desgracia, estaba hasta arriba de hormonas emotivas que la convertían en una idiota
llorona, así que no podía comentar mucho en su situación.
Sarah se había inclinado hacia él de forma discreta y sutil cuando alguien llamó a la
puerta principal y Santino se levantó.
Sarah suspiró, escuchándolo hablar con su chófer antes de girarse para mirarla.
—¿Sí?
—Parece que tus padres han venido a verte.
Sarah se incorporó de golpe en su asiento.
—¿Cómo dices?
Santino cerró la puerta y caminó hacia ella.
—Jake me estaba preguntando si los dejaba entrar o no, teniendo en cuenta que se
han presentado sin avisar.
Sarah hizo una mueca.
—No los he... no los he visto en siete años.
—¿Y te gustaría? —La miró atentamente.
—¡No! —dijo Sarah sin pensarlo. No quería, de ninguna manera quería verlos.
Él suspiró.
—¿Quieres que los eche? Va a ser muy maleducado.
Sarah respiró profundamente varias veces y miró fijamente y con los ojos bien
abiertos a Santino.
Santino movió la cabeza de lado a lado.
—Estoy aquí. Todo va a salir bien. Solo quieren verte, nada más.
Así que unos minutos después Sarah se vio sentada enfrente de la pareja que la
había adoptado cuando era muy pequeña.
—Me alegré tanto de saber que estabas en estado, y le dije a Huber: ¡Vamos a ser
abuelos! —dijo alegremente Marianne, la madre adoptiva de Sarah—. Huber está muy
emocionado. Díselo, Huber. —Le dio un golpecito en las costillas al hombre gordo.
—Sí, sí. —Huber se movió, atrapado en un traje que era demasiado pequeño y en
una barba que estaba recortada sin orden ni concierto.
Sarah frunció el ceño. Se hundió aún más en el sofá y se sintió mejor cuando
Santino le agarró la mano y se la llevó al regazo.
—Así que esta es tu casa ahora. —Marianne miró a su alrededor riendo—. Es
espléndida. No firmes un acuerdo prematrimonial, te aviso.
—¿Qué? —gritó Sarah medio enfadada.
—Estoy bromeando, querida. No tomes en serio a tu madre.
Sarah miró hacia Santino, arrepintiéndose de haber accedido. Por su expresión
pudo ver que ahora entendía por qué había evitado verlos.
—Habéis viajado desde Delaware para vernos. Gracias, pero estábamos a punto de
salir —mintió Sarah vacilante.
—Ah, no nos quedaremos mucho. Solo queríamos ver nosotros mismos lo bien que
te iba. En los medios de comunicación lo cuentan todo, pero no siempre hay muchas
verdades en lo que dicen. Así que pensé: Sarah, nuestra Sarah, nuestra pequeña y
querida Sarah, ¡está prometida con un multimillonario! Tenemos que verlo con nuestros
propios ojos.
Sarah no se sintió avergonzada. Hacía mucho tiempo que se había desentendido de
su familia. Ni siquiera los conocía. Apenas había hablado con ellos, ni siquiera
mientras crecía.
Santino le apretó la mano y Sarah se inclinó hacia adelante en su asiento. Ya había
oído bastante.
—¿De qué va todo esto? Tenemos que marcharnos.
Huber se levantó disparado de su silla, pero cuando Marianne lo fulminó con la
mirada, volvió a sentarse.
Marianne esbozó la sonrisa torcida y fría que Sarah había visto durante años
mientras crecía.
—Tu padre está invirtiendo en un nuevo negocio y dijo: «Nuestra Sarah ahora lo
tiene todo. Tiene éxito. Podría darnos unos millones».
Sarah soltó una carcajada y se levantó de golpe del sofá, sorprendiéndose a sí
misma por su agilidad.
—Está bien, tenemos que irnos.
—¡Sarah! —la regañó Marianne como si fuera su madre o cualquier cosa en su vida
—. No seas maleducada con tu madre. Solo necesitamos cinco millones de dólares.
Estoy segura de que tu marido querrá echar una mano a los miembros de la familia.
—Es mi prometido.
Sarah miró a Santino exasperada y lista para explotar de ira. Sabía que estaba
callado porque no quería entrometerse en sus batallas. Lo vio sentado sin expresión,
simplemente contemplando a la mujer como si tuviera garras.
Se levantó lentamente, deslizando la mano de forma protectora por la espalda de
Sarah mientras se encaraba a la pareja.
—Les acompañaremos a la puerta. —Eso fue lo único que dijo.
La autoridad y la dominancia de su voz que habían cautivado a Sarah cuando
empezó a conocerlo, hicieron que Marianne y Huber se quedaran paralizados. Sin decir
una palabra más, caminaron hacia la puerta de entrada por delante de Sarah y Santino.
Santino cerró la puerta a sus espaldas y dio instrucciones de que no volvieran a
dejarlos traspasar las vallas de la propiedad nunca más sin autorización previa, y
después se giró hacia a Sarah.
—Bueno, pues ha ido bien.
Sarah, en una de las situaciones más humillantes y mortificantes de su vida, estalló
en carcajadas.
Santino también se rio, entrecerró los ojos y se rio aún más cuando Sarah se apoyó
en su pecho.
—Es ridículo —dijo ella, tartamudeando entre carcajadas.
—Han sido muy simpáticos.
Sarah se rio aún más y le dio una palmada en el hombro.
—¡Para! —Se agarró el vientre abultado y caminó hasta el sofá. Se sentó, reclinó la
cabeza hacia atrás y siguió riéndose—. Madre mía.
Santino acortó rápidamente la distancia que había entre ellos y se sentó a su lado,
pasándole un brazo por los hombros.
Sarah dejó que la arrastrara a su pecho y cerró los ojos, pasándole una mano de
forma posesiva por el pecho. El silencio era insoportablemente maravilloso, y lo único
que oía era el fuerte latido de su corazón. Él le apretó el hombro y la dejó disfrutar de
la cercanía de su cuerpo. Ella frotó la mejilla con el centro de su pecho, y la nostálgica
sensación de necesidad le corrió por las extremidades, extendiéndose de forma
provocativa hasta su entrepierna. Se le secó la garganta y el ansia de tener más la
envolvió de repente.
—Te echo de menos.
Sarah oyó las palabras que susurró y cerró los ojos con más fuerza mientras se
mordía el labio para luchar contra sus deseos.
—Yo también te echo de menos.
—No pienses nunca que nada ni nadie es más importante para mí que tú.
Sarah asintió y se acurrucó más contra él, pero el instinto estaba tomando el control
de forma voluntaria. Ella levantó la boca y él la besó al instante, como si estuviera
esperando a que ella respondiera a su cercanía. La boca de Sarah era ansiosa y ejercía
presión hacia arriba, y la boca de Santino satisfizo esa urgencia, cubriendo sus labios
con los suyos y mordisqueándolos. Su lengua se abrió paso con suavidad en la boca de
ella, y gimió cuando ella se deshizo en sus brazos.
Agarrando su camisa con una mano, ella se enderezó y deslizó la mano que tenía
libre por el espeso cabello de su nuca. Intentó enérgicamente no pensar, no recordar a
la impresionante morena a la que había dejado embarazada. Pero los destellos de
recuerdos traspasaban el límite que había establecido una y otra vez. Al mismo tiempo,
las manos de él se deslizaron por su vientre y bajaron hasta colocarse entre sus piernas,
y al instante Sarah salió de la nube de lujuria en la que estaba atrapada.
Se echó hacia atrás sin respiración, sonrojada y excitada, mientras Santino la
miraba a la cara sabiendo qué le pasaba.
El momento de felicidad se había terminado. Estaban en el mismo lugar en el que
habían estado desde que Elizabeth dio la noticia de su embarazo. Él sentía su lucha, su
batalla contra sí misma. Por mucho que lo intentara, no podía superarlo.
—¿Cómo voy a conseguir arreglar esto? —preguntó él con tristeza, pasándose la
mano por el pelo.
Sarah negó con la cabeza, sintiéndose como un monstruo por no permitirse ser feliz
y por no permitirle a él ser feliz. Era una gran maldición ser responsable de su
felicidad, ser la única que podía controlar cómo se sentía él en su vida. Se había
deleitado en su poder, pero ahora estaba haciendo que él fuera infeliz. Y lo quería
demasiado para verlo así.
Colocó una mano sobre su muslo y lo agarró. El pecho se le encogió con intensidad
cuando él le apretó la mano para que la dejara ahí, como si estuviera aferrándose a un
salvavidas.
—Estoy aquí, no voy a irme a ningún sitio. —Su amor hizo que la voz le temblara
—. Pero necesito afrontar esto a mi ritmo. Lo siento.
—¡No! —dijo él furioso—. No te disculpes por algo que no es tu culpa. No te
disculpes nunca.
Sarah tomó aire con brusquedad. Era eso, y mucho más, lo que hacía que él fuera
tan importante para ella. Él la había cambiado, había hecho que fuera más confiada,
más segura de sí misma, y poco a poco ella había soltado todos los demonios que la
habían atormentado desde su infancia. Era tan adicta a él como él lo era a ella, y ella
estaba permitiendo que una mujer desconocida lo destruyera todo.
Sabía que lo estaba haciendo mal. Sabía que sus prioridades y su amor tenían que
estar primero, y lo estaba intentando. Cada día luchaba contra su conciencia, pero era
muy difícil no pensar en esa otra mujer a la que había dejado embarazada, en ese otro
bebé que era suyo. Se había negado categóricamente a ver al bebé y se había quedado
pegado al lado de Sarah. Por un momento la culpa se antepuso a todo, pero los celos
demenciales volvieron a surgir de nuevo. Cuando se trataba de Santino, era
irracionalmente egoísta. Él representaba la supervivencia en su forma tangible, y ella
sabía que no era capaz de cambiar eso.
—No puedo compartirte con nadie, Santino. Me... me destroza en mil pedazos
cuando lo intento.
—No tienes que hacerlo. No tienes que hacerlo. Soy todo tuyo.
Sarah respiró temblorosamente y se obligó a sonreír al mirarlo. Mientras su
conciencia la maldecía por ser tan necesitada, lo miró a los ojos.
—No nos preocupemos por eso ahora.
Santino asintió y la miró mientras ella se levantaba lentamente y caminaba hasta la
cocina.
Sin pensar mucho, cambió de canal y la televisión a todo volumen se oyó en toda la
casa. Automáticamente extendió la mano para apagarla, pero era demasiado tarde.
Sarah ya lo había visto. Había oído que decían su nombre. Los medios se lo estaban
pasando en grande hablando de su otra mujer. De su otro hijo. Y de la prueba de
paternidad que era de conocimiento público. Todo gracias a Elizabeth Smith. No podía
hacer nada para cambiar todo eso. Y la impotencia ciertamente no estaba encajando
muy bien con su carácter.
—¿Qué quieres comer? —le preguntó Sarah, pero su voz sonó rota y emotiva.
La expresión de la cara de él dejaba ver que, al igual que ella, sentía de todo menos
hambre.
Pero se levantó.
—Te ayudo.
Juntos prepararon una cena sencilla compuesta por pechuga de pollo con ensalada,
y él dio pequeños mordiscos mientras Sarah se obligaba a comer por el bien de los
bebés.
—Ojalá pudiera borrarlo todo —murmuró él.
Sarah lo miró a los ojos, inclinándose sobre la mesa para agarrarle la mano. Estaba
muriéndose por tener la intimidad que había sentido un rato antes en el sofá. Quería
volver a notarla, pero sabía que cuando empezaran, volverían a su mente las horribles
imágenes de otra mujer con él. Esa imagen se le había grabado en el cerebro.
—Estaremos bien. Solo dame algo de tiempo.
***
A la mañana siguiente, Santino la despertó con un beso en la frente.
—Tengo una reunión urgente. Volveré en tres horas como máximo, te lo prometo.
Sarah asintió adormilada.
—Acuérdate de comer —le dijo desde la puerta—. La señora Craddock está aquí y
te estará vigilando.
—No necesito una niñera —murmuró.
—Ya lo sé, pero trabajaré mejor sabiendo que no estás sola.
Santino se apresuró a ir a la oficina y se encontraba de camino al ascensor cuando
vio una cara conocida que se aproximaba a él deprisa.
—Hola, señor Orlando.
Santino frunció el ceño y contempló a Marianne, la madre adoptiva de Sarah, que le
estaba sonriendo con un traje amarillo pálido que se veía ridículo.
—Hola. —No estaba de humor para volver a hablar con esa mujer.
—Si tiene cinco minutos libres, necesito hablar de algo con usted.
—Tengo algo de prisa.
—Solo cinco minutos. Le prometo que no tardaré mucho.
Santino suspiró y se encaminó hacia el sofá que había en el recibidor de la oficina.
—Quería preguntarle por su inversión en el nuevo negocio de Huber.
Santino frunció el ceño e hizo una mueca.
—¿Disculpe?
—Ya sabe, a usted no le costará tanto invertir cinco millones de dólares en nuestro
negocio. Le daremos una participación en los beneficios, y...
Santino apartó la mirada de la mujer que había hecho infeliz a Sarah cuando era
niña.—
Por favor, discúlpeme, señora Montgomery. No tengo tiempo para hablar de esto,
de verdad. —Se levantó y Marianne se levantó con él.
—Entonces pasaremos por su casa esta noche, y podemos...
—Sarah y yo tenemos planes esta noche. Y por favor, comprenda que no apruebo
ese tipo de inversiones, y que en realidad no estoy interesado en expandir mi propia
corporación invirtiendo en la empresa de su marido.
A Marianne se le descompuso la cara.
—Pero somos familia.
Santino se quedó sin palabras durante un instante, preguntándose cómo era posible
que un ser humano fuera tan crédulo. Era como si fuera de otro planeta.
—Si Sarah quiere ayudarles, es decisión suya.
Marianne se carcajeó con condescendencia ante su afirmación.
—Pero Sarah no tiene nada a su nombre. Solo es alguien que echa una mano entre
bastidores cuando algunas personas hacen anuncios.
A Santino le hirvió la sangre y su ira quedó clara en su tono cortante cuando habló.
—Sarah Montgomery es la responsable del departamento creativo en su agencia de
publicidad. Es una directora con un trabajo increíble a sus espaldas y ha trabajado
como modelo en un anuncio de mi empresa. Además, es mi prometida, y todo lo que yo
poseo es también suyo por derecho. Hasta el último céntimo. Así que si su hija... —lo
dijo con desdén, como si no significara nada en absoluto— accede a ayudar al señor
Montgomery, yo no tengo ningún problema en absoluto.
Santino se mostró enormemente satisfecho al ver que la mujer parecía
completamente furibunda, celosa de la mujer a la que llamaba hija. Y él estaba contento
de haberla puesto en su sitio. Esa mujer era insoportable.
—Entonces iré a ver a Sarah —dijo Marianne.
—Sarah va a pasar el día en el balneario y no volverá hasta la tarde. Puede llamar a
este número y pedir una cita con ella. —Le tendió inmediatamente la tarjeta profesional
de Sarah con el número de su secretaria y la mujer la aceptó. Santino no volvió a mirar
en dirección a ella e intentó controlar su repugnancia mientras se dirigía al ascensor.
Antes de entrar en la sala de conferencias donde su junta lo estaba esperando, sacó
el teléfono, llamó a la secretaria de Sarah y le dio órdenes de no hablar con nadie con
el nombre de señor o señora Montgomery.
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"El bebé del multimillonario"
RomanceQue pasa si por casualida te acuestas con un multimillonario y a los dias descubres que estas embarazada de el Con todos los derechos reservados