Capítulo 11

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Aristóteles:

Ya parecía que todos los que conocía trataron de arreglar con un tipo que era –perfecto para mí.

Entendí que querían verme feliz, pero solo se sumaba a mi soledad cuando no funcionaba. Claro, tuve excelentes comidas con algunos hombres maravillosos, pero las noches carecían de la chispa de conciencia que decía que algo realmente especial nos esperaba. No diría exactamente que viví como un monje durante los siguientes meses porque algunas de las citas se trasladaron al dormitorio.

Si bien el sexo fue físicamente satisfactorio en el momento, la conexión emocional que faltaba me dejó con una sensación de vacío y frío cuando estuve solo después. Empecé a creer que yo era el problema. El denominador común en cada relación fallida, o potencial, era yo. ¿Qué tenía yo que ahuyentaba a los hombres? No aprendí mi lección después de mi angustia de Cuauhtémoc y procedí a destrozar mi corazón por varios casos de armario hasta que llegué a los veintitantos.

Para entonces, había encontrado chicos que eran abiertos con su sexualidad pero que no querían las mismas cosas que yo. Pensé que eso había cambiado con Travis, pero estaba jodidamente equivocado. Demonios, lo envié corriendo desde el altar el día de nuestra boda. ¿Estaba condenado a pasar el resto de mi vida solo?...

Brutus empujó mi rodilla debajo de mi escritorio como si sintiera mi soledad y quisiera recordarme que él estaba allí. Me agaché y acaricié sus sedosas orejas, maravillándome de lo rápido que mejoró mi estado de ánimo.

–Eres un chico tan guapo–, le dije a mi fiel compañero justo cuando Diego entraba en mi oficina.

Jadeó y se dio la vuelta para mirar hacia la puerta por la que acababa de entrar.

–Por favor, dime que estás acariciando y hablando con tu perro, no acariciando tu polla y tu ego.
–Espera, Diego. Ya casi estoy allí —gruñí como si estuviera a punto de correrme. Retiré mi mano de la oreja de Brutus, y él salió sigilosamente de debajo de mi escritorio y se arrastró hacia Diego.
–Asqueroso–, dijo. –Necesito un aumento. No me pagas lo suficiente para... Sus palabras se cortaron cuando Brutus empujó su nariz contra su nalga derecha.

–Bueno, Sr. Córcega, ese no era el tipo de aumento que
tenía en mente, pero ...– Brutus le dio un codazo a Diego de nuevo y soltó un ladrido.

Mi asistente se volvió y se puso en cuclillas hasta que estuvo a la altura de los ojos de mi perro. –Sabía que eras tú todo el tiempo. Me alegro de que tu maestro no se haya desesperado tanto como para que literalmente se tome el asunto en sus propias manos durante el horario comercial. Quién sabe quién podría atravesar la puerta.

–Primero que nada, eres el único que entra a mi oficina sin tocar primero,– le dije secamente. –Y segundo, ¿alguna vez me has pillado masturbándome en mi escritorio?.
–Todavía no–, admitió Diego de mala gana, –pero los tiempos se están volviendo desesperados por aquí.

No tenía idea, pero me abstuve de admitir que tenía razón. –¿Por qué irrumpiste en mi oficina?–
–Necesito reorganizar su horario para la próxima semana.
–¿Qué? ¿Por qué?– Mi calendario se llenó con meses de anticipación y no me gustaron los cambios de última hora. —La gente hizo esas citas hace meses, Diego. No los llamaré la semana anterior a su cita para decirles que necesito reprogramar. Nadie es tan importante que no pueda esperar .

–Janessa Meriday–. Diego se río entre dientes cuando mi boca se abrió por la sorpresa. Janessa era la Oprah Winfrey de hoy en día, de hecho, la gente la apodó Oprah 2.0.
–¿Quiere que vaya a su programa? – Yo pregunté. Al igual que su shero, tenía un programa de entrevistas diurno que era tan popular que le dio a Ellen una carrera por su dinero. Pensé que las únicas ventajas
que tenía Ellen sobre Janessa eran la ubicación, Los Ángeles versus Chicago, y sus conexiones con las celebridades de Hollywood.

Segundo Aire •|| AristemoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora