XI. TERCERA PARTE DE HAUTCLIMB.

2 1 0
                                    

    EL timbre del teléfono sonó en el oscuro despacho por casi treinta minutos, hasta que Roberto Araiza se percató del ruido.
    Era cerca de la medianoche y no tenía planeado seguir trabajando, sólo se levantó de la cama por un vaso con agua cuando escuchó el molesto timbrar.
    Pensó en hacerse de la vista gorda, o más propio de oídos sordos; no obstante debería de ser algo importante, sino hubieran esperado hasta la mañana.
    Con resignación, encendió la luz del que era su lugar de trabajo y penetró en la habitación arrastrando los pies. No le daba gusto entrar en su oficina. Pasaba todo el día encerrado entre esas cuatro paredes, viendo pasar la vida, enterrado vivo entre documentos de casos interminables, acostumbrado a su espacioso mausoleo con libros y diplomas pendiendo de las paredes; como para, encima, tener que pasar la noche también.
    El infame aparato no estaba conectado a la misma línea de la casa; era una línea privada, por no decir secreta. Era del Centro Psiquiátrico de máxima seguridad Hautclimb.
    El señor Roberto Araiza tenía 64 años, toda su vida la dedicó al estudio de las leyes; desde pequeño mostro interés en el litigio y ejercicio del derecho penal. No siempre tuvo dinero, él era uno de los pocos casos de éxito provenientes del golfo.
    Toda su infancia fue un sacrificio constante para lograr terminar sus estudios elementales, posteriormente se marchó de casa a los 15 y llegó a Ancina, en busca de un futuro mejor. Ahí había conocido a Máximo Wilkinson sénior, quien era habitante del edificio donde Roberto trabajaba como afanador.
    Durante un domingo en la mañana, de aquellos lejanos tiempos, el conserje entró al despacho del señor Máximo para sacar la basura, y lo encontró sentado frente a un expediente, estresado.
    —¿Le ocurre algo? —preguntó Roberto, de 16 años.
    —El caso de la constructora Broke&Broke. Seguramente escuchaste del derrumbe de la clínica 62, a las afueras de la ciudad en el municipio de Contlinh. Pues David Sandoval, presidente de la constructora quiere que le quite la demanda de encima; 127 heridos y 56 muertos no son cosa fácil.
    Roberto tomó los documentos y les echó un vistazo.
    —Aquí dice que la clínica llevaba 15 años en operaciones sin mostrar daños estructurales.
    »No soy un experto, pero la administración de la clínica era la responsable del mantenimiento, además las causas del derrumbe se debieron al desplome de dos columnas, a causa de una explosión por acumulación de gas.
    »El incidente fue multifactorial, producto de muchas negligencias por parte de los actuales titulares. No existe evidencia que demuestre que la estructura fuera débil o ineficiente.
    »Desvíe el problema a la Secretaría de Salud de la UAN, a los directivos de la clínica o a la compañía surtidora de gas.
    Máximo ya había pensado en eso y, aunque Roberto dejó de fuera la presión civil en contra de Broke&Broke, quedó sumamente sorprendido con la habilidad del conserje para comprender e interpretar un documento legal.
    —¿Cómo sabes leer ésto? Pareces muy joven para tener estudios en derecho.
    —Verá señor, siempre me gustó eso de los asuntos legales; desde niño, allá en el golfo, veía programas de policías y detectives.
    »De ahí aprendí ciertos términos del argot legal —explicó Roberto.
    Máximo Wilkinson se miró por un momento reflejado en el joven y ambicioso conserje; así que desde ese día se volvió el potentado de Roberto. Lo ingresó a la preparatoria y lo apoyó en su carrera; mientras a la par, éste impulsaba su carrera política dejándolo como un gran filántropo ante la opinión pública.
    Fue una estrategia exitosa. Máximo Wilkinson sénior se volvió alcalde de Ancina, posteriormente líder de la región sur de la UAN; intentó llegar a la presidencia, pero falló. Mientras Roberto Araiza fue magistrado de la suprema corte de justicia.
    Sin embargo cuando se hallaba en la cúspide, un resultado electoral desfavorable para su partido político lo obligó a declinar del cargo. Oficialmente los jueces y magistrados tenían que ser "independientes y autónomos", no obstante, desde la era de la transición, ningún funcionario llegaba al poder sin la "divina intervención" de un partido político.
    Luego de una vida de estudios y triunfos, terminó como un simple concejal, el juez y verdugo de Hautclimb, que dictaba y hacía cumplir la condena que considerara conveniente.
    Su esposa lo había abandonado, los hijos que nunca cuidó en su juventud, ahora lo ignoraban en su vejez; años se sedentarismo frente a un escritorio le pasaban factura a sus gastadas articulaciones. Era un hombre solitario y amargado, que había visto pasar lo mejor de la vida; todo para terminar como un maldito concejal.
    Tomó el auricular.
    —¿Señor Araiza? —preguntaron.
    —No, es tu puta abuela; me salí del panteón pa' saludarte —respondió Roberto, sarcástico.
    —Disculpe la hora, señor Araiza; le habla el doctor Collado, del pabellón de terapia intensiva.
    »Lo llamo porqué necesito su presencia en la recepción; tengo un interno que desea jurar su confesión ahora —explicó Collado, ignorando el insulto.
    Roberto Araiza era un anciano de temperamento fuerte; por no decir amargado. No obstante era la máxima autoridad del centro médico, se requería de su presencia para que la confesión fuera válida.
    —Sea lo que sea, ¿no podías esperar hasta mañana?
    —No señor, esto no puede esperar. Es respecto al caso Schwarzkopf...
    —¡Ah el caso de la embajada! ¿Qué quieres, más matones para golpear a los internos? Cualquiera que sea tu nueva forma de "persuasión", dímelo en la mañana —contestó Roberto, a punto de colgar.
    —¡Es que ya tenemos una confesión! —gritó Collado con exaltación.
    —¿Qué dijiste? —preguntó Araiza, incrédulo.
    —Ya tenemos la confesión de Nikolay Ginneorie —repitió el psiquiatra.
    —¡No me chingues! ¡¿Hablas enserio?!
    —Sí, señor Araiza; yo mismo la conseguí —presumió Collado, muy feliz; como un niño que alardea una boleta de buenas calificaciones a su padre.
    El concejal guardó silencio.
    »No fue difícil, aunque sí complicado; se necesita ser un experto en el área psicológica para lograr un resultado de ésta magnitud.
    —¿Estás seguro de lo que dices? ¿Qué realmente Ginneorie va a aceptar su responsabilidad? —preguntó Roberto, escéptico.
    —Claro, me lo acaba de decir hace veinte minutos; es el tiempo que tardé en cruzar el patio.
    »Ahora lo dejé comiendo.
    —Más te vale que sea cierto, Collado; y no una tomadura de pelo. Bajo en un momento —anunció el concejal, terminando la llamada.
    El viejo Araiza colgó e inmediatamente marcó otro número. El caso de la embajada de Schwarzkopf era prioridad para el gobierno, así que el asunto debía de tratarse con pinzas; de forma especial y diferente.
    Quizás Helmer Collado lo ignoraba, de haberlo sabido tal vez hubiera pensado dos veces en tomar el trofeo antes de la competencia. Su ego y ambición pudieron más que las reglas psiquiátricas establecidas hace más de 400 años; de las cuales estaba consciente.
    —¿Quién habla?
    —Roberto Araiza, presidente del concejo jurídico del Centro Psiquiátrico de máxima seguridad Hautclimb.
    »Estoy consciente de la hora, sin embargo me pidieron explícitamente informar cualquier avance a éste número.
    —Correcto, señor concejal. ¿Cuál es su informe? —preguntó la voz, al otro lado del teléfono. Por lo firme y estruendoso de su voz, era un militar.
    —Un psiquiatra de aquí, el doctor Helmer Collado, asegura haber conseguido una confesión. Sólo falta hacerla oficial, presentando al acusado ante el tribunal médico —comentó el concejal.
    —Perfecto, voy para allá. No empiecen la audiencia sin mí; arribo en unos treinta minutos.
    —Por supuesto, el tiempo justo para preparar al acusado — respondió Araiza.
    —Nada más una cosa; hicimos una apuesta entre los oficiales ¿Cuál fue el primero en romperse? Por favor, déme buenas noticias —pidió el misterioso del teléfono.
    —No lo he visto en persona, acabo de enterarme hace unos minutos; no obstante, Collado dice que es un tal... Ginneorie Nikolay.
    ...
    »Bueno, ¿me escuchaste?
    —Sí... ¿Dónde está él ahora? —cuestionó la voz.
    —Según Collado, lo dejó comiendo en una sala de interrogatorios ¿acaso importa?
    —¡¿Lo dejaron sólo?! ¡¿Cómo se les ocurre hacer algo tan estúpido?!
    »¡Vayan a ponerle vigilancia ahora! —exclamó el extraño.
    —El infeliz ha sido torturado durante cuatro días, sin comer más que avena de baja proteína; ¿Cómo se va a pelar? ¿Y a dónde? El poblado más cercano está a 300 kilómetros al norte —señaló Araiza.
    —Señor, ¿Sabe quién es Nikolay Ginneorie?
    —Ni idea —contestó Roberto, restándole importancia.
    —Es hijo de Zein Ginneorie, el más grande genio de la década. No es delincuente ordinario, como los que están acostumbrados a tratar; estamos hablando de un cadete militar, no sólo entrenado en armas y combates cuerpo a cuerpo, sino que éste tiene grandes conocimientos de programación, ingeniería y... psicología.
    —Comparto su inquietud, pero no creo que un muchacho de dieciocho años pueda burlarse de un médico tan experimentado igual a Collado —declaró Araiza.
    —Ya se lo advertí, usted sabrá. Lo veré pronto —se despidió el extraño.
    Roberto Araiza colgó, se vistió con lo que pudo y bajó a la recepción.
    El Centro de Visitantes Judiciales, era un edificio con pequeños tribunales donde se dictaminaba las sentencias de los internos en Hautclimb; en el sótano se hallaban los archivos, registros y el depósito, lugar en que las pertenencias de los internos se pudrían hasta el fin de los tiempos; y arriba, en una gran torre, se repartían los departamentos donde habitaban los concejales, doctores, personal de limpieza, seguridad, administrativos y cualquier otra persona que fuera necesaria para el correcto funcionamiento de la institución.
    Hautclimb era una instalación extraoficial, una "leyenda urbana" ante los ojos de la sociedad.  Sólo pocos altos mandos, distribuidos en diversos organismos del gobierno, sabían de la existencia de dicho centro psiquiátrico. Nadie tenía permitido salir, sólo con un logró notable, cabría la posibilidad de ser ascendidos y rescatados de dicha prisión; hasta entonces, habían de "cuidar y convencer" a todos los internos "especiales" del lugar.
    Durante su descenso en el ascensor, el concejal se inquietó por la advertencia del extraño en el teléfono; quizás era sugestión o superstición, no obstante la noche era muy silenciosa, demasiado para suscitarse una noticia tan importante y esperada por muchos. Miró el número del piso, iba en el 13; uno considerado de mala fortuna en la cultura popular.
    Al abrirse las puertas del elevador, observó a Collado sentado en una de las sillas; sus dedos inquietos detonaban una emoción contenida.
    —Buenas noches, señor Araiza.
    —Sí, sí, ¡basta de halagos! No soportó a los sujetos serviles.
    »¿Seguro de lo que dice, Collado? —preguntó Roberto, caminando a una sala de juicio disponible.
    —Claro, verá, usé la tortura cronológica para alterar su presentación del tiempo; después lo cambié de sala en sala, jugando con su orientación de espacio. El pobre cree que lleva más de veinte días.
    »Una vez mermado el cuerpo y la mente, logré convencer a Nikolay que él perpetró el asalto a la embajada —resumió el doctor, ahorrándose las palabras complicadas.
    —Eso está bien, y ¿qué tan seguro está, de que Nikolay se volvió totalmente loco? —preguntó el concejal.
    —¿Disculpe? —. Collado no entendía la pregunta.
    —Llamé a un representante de la ODM de la UAN, me dijo que el tal Nikolay tenía conocimientos en psicología, entre otras cosas.
    —Su padre fue quien reformuló el "pensamiento cognitivo" en la robótica de los androides; un trabajo brillante, debo admitir.
    »Pero su hijo era militar, ¿cómo sabría de eso? Si se dedicó a militar fue para no tener que pensar —se burló Collado.
    Ambos entraron a una sala de juicio, con un estrado al fondo; en el que siete lugares esperaban ser ocupados por el resto del consejo. Una única mesa al centro, donde el imputado, o el confeso, miraría hacía arriba; buscando piedad e indulto de seres superiores.
    —Supongo que debo de creerle, mas preferiría que se cerciorara de que todo continúa en orden —ordenó Araiza, tomando su lugar en el estrado.
    —Claro, haré que lo traigan de inmediato —declaró el psiquiatra, sonando más calmado de lo que en realidad estaba.
    Collado dió la vuelta y abandonó la sala caminando; al salir de la visión de Araiza, empezó a correr hasta la recepción. Sus pasos resonaron en la duela, creando eco en el pasillo. Estaba agitado y muy nervioso; quería vomitar.
    El tratamiento de Nikolay fue tan "preciso y exacto" que, ahora, le parecía sospechoso; era igual que si el joven supiera por donde guiarse, que responder.
    Llegó al mismo teléfono y llamó a la sala de Personal de Control. Los dos timbrazos le parecieron eternos.
    —Terapia intensiva, personal de control ¿Quién habla?
    —Soy el doctor Helmer Collado, déjeme hablar con Macio.

JUEGOS DE GUERRA: REBELIÓN.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora