X. CONTINUACIÓN DE HAUTCLIMB.

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    —¿QUIERES más café? —preguntó Macío Piallo, el guardia castaño a cargo de Nikolay.
    —No, estoy ocupado —respondió Collado, redactando un memorándum sobre el avance en el caso.
    No tenía tiempo que perder, las autoridades de arriba querían culpables, no importaba quienes fueran; la Federación Roja presionaba por resultados y la UAN tenía que responder.
    La versión oficial de peritaje, a cargo del Gral. William T. Terrazas y el teniente Cellio Primval, señalaba a la sociedad anti-progresista insurgente del golfo oriente, los Saigos, como responsables; no obstante reconocerlo ante la prensa y ante un gobierno extranjero traería problemas a la UAN; un error con un alto costo, que nadie estaba dispuesto a pagar.
    Primero, disminuiría la confianza de la ciudadanía en los sistemas y cuerpos de seguridad, en el registro de datos biométricos y demás controversiales medidas para mantener la delincuencia a niveles bajos. Segundo, fotalecería la absurda idea de que los Saigos eran una amenaza seria, con el poder suficiente para introducirse en cualquier edificio blindado y matar con impunidad.
     Hasta el momento la UAN había logrado con éxito consolidar tres naciones diferentes, haciéndolas crecer de forma exponencial; colocándola como la potencia más importante del mundo. No valía la pena perderlo por un insignificante error.
    Hay que mencionar que no era un logro menor ni despreciable, la Alianza del Caribe intentó copiar el proceso y resultó un desastre de proporciones colosales; volviendo zona de disputa a Argentina, Perú y Chile, y llevando a la destrucción de Venezuela, el Salvador, Guatemala, Belice, entre otros.
    Quizás no era lo más honesto, sin embargo había mucho que perder; era sacrificar a unos pocos para evitar el colapso de una utopía completa. Además, los jóvenes imputados eran militares que eligieron servir a la UAN, y a sus habitantes; entonces qué importa que se sacrifiquen por ellos.
    «Todo sea por el bien común», pensaba el doctor.
    Por desgracia, ningún psiquiatra en toda la institución había logrado conseguir una confesión jurada. Los cinco cadetes bajo custodia eran tercos y obstinados, dos de ellos estaban al borde de la locura; muy lejos del resultado deseado. El comportamiento de la mente era impredecible, aun para el mejor psicoanalista.
    El trabajo de Helmer Collado no era fácil, debía de jugar con la salud mental de los criminales; destruir su cerebro y moldearlo para hacerlos creer y pensar lo que él quisiera. Echar mano de tantos recursos que tenía a su disposición para lograrlo.
    Era una técnica que siempre, a lo largo de la historia de la humanidad, se había utilizado con resultados efectivos. Desde los nazis, hacia más de doscientos años, hasta el socialismo, la izquierda, el feminismo y el racismo, entre otras corrientes radicales; incluso la creación de la propia UAN. Siempre que una ideología tomaba el poder, se usaba una campaña mediática para aleccionar a la población en pro de ella.
    ¿Porqué habría de avergonzarse ahora de usar trucos mentales?
    En la mayoría de los casos trataba con personas culpables que fingían locura para evitar el encarcelamiento, sin embargo pagaban el precio más alto por subestimar a la ciencia. Muchos, los afortunados, perdían la cordura en su totalidad; pero otros estaban consientes de la situación, y debían de conformarse con las torturas y las malas comidas por el resto de sus vidas sin poder hacer nada al respecto.
    Miró el expediente de cada uno de los cinco cadetes para comprobar el avance de sus colegas. Asia y Gabriel eran tipos duros, de pensamientos arraigados y sólidos; como un edificio de concreto con fuertes cimientos, difíciles de derrumbar.
    —Huart y Ribera no tienen forma de avanzar; están en un callejón sin salida —se burló Collado, en su soledad.
    Continuó con los expedientes de Josh Baney y Emilia Montreal, los otros dos cadetes detenidos; los pobres se quebraron como palillos chinos en veinticuatro horas. La chica incluso había intentado suicidarse hacia dos horas y ahora estaba en terapia intensiva, luchando por su vida.
    »Tal parece que Valeria e Higgins no tienen mejor suerte; aficionados.
    Helmer encontró regocijo en las dificultades que presentaban sus colegas; ninguno había conseguido salir del fango aún. Pero no él, él sí había avanzado los últimos cuatro días; faltaba poco para que su paciente Nikolay, se declarara culpable.
    Al mirar el expediente, pensó que el joven sería el más complicado; una historia académica tan excepcional no podría ser en balde. En un principio se notó renuente, diciendo y jurando su versión; no obstante poco a poco se quedó sin argumentos y su conducta agresiva fue disminuyendo.
    En las últimas cuatro sesiones, Nikolay, no había dado problemas de ningún tipo; respondía a los llamados sin replicar y se comportaba en las entrevistas. Los guardias extrañaban golpearlo, pero si el prisionero no daba pie a ello, ni hablar.
    Poco a poco se convencía de que tenía culpa en el asedio, que el homo-droide en el departamento no era tal, sino su verdadero padre; al que asesinó por que trató de entregarlo a la autoridad. Que quizás, en el fondo, odiaba a los federalistas y aprovechó la oportunidad para dar rienda suelta a sus impulsos reprimidos.
    Ya lo tenía comiendo en la palma de su mano. La tortura cronológica había funcionado a la perfección. Era probable que en la siguiente sesión, el joven se declarara culpable; apenas podía esperar.
    Si conseguía un culpable antes que cualquiera, su carrera se elevaría hasta los cielos; podría aspirar a la dirección del hospital psiquiátrico, o hasta ser nombrado Secretario General de Salud Pública; es lo menos que la UAN puede hacer por evitarle un conflicto diplomático y bélico.
    —Nikolay, tu caída será mi ascenso; ¡qué ironía! —dijo en voz alta, recostándose sobre su silla; perdido en sus ambiciosas fantasías.
    »Sólo dos horas más.

JUEGOS DE GUERRA: REBELIÓN.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora