Capítulo 08

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 Violette salió del despacho de Thérèse para encontrarse con Julie. Algo más joven que Violette, Julie era muy seductora. Su piel mate y su sombría mirada le daban el aire orgulloso y sensual de las mediterráneas. Su rostro, bastante despierto y su grácil cuerpo contribuían a su encanto. Su aspecto casi infantil contrastaba, además, con la autoridad algo impertinente que emanaba de todo su ser.

Las mejillas ruborizadas aún de Violette revelaban su emoción. Julie la tomó de la mano preguntándole qué había ocurrido. Violette le contó brevemente la sesión de zurriago, aunque silenció todo lo demás.

Un agradable calorcillo reinaba aquel día en los bulevares. Caminaban intercambiando frases más o menos triviales, felices de poder aprovechar su tarde.

—Pasemos por casa —le dijo Julie—, no hay nadie.

Se dirigieron hacia el barrio del Marais. La muchacha vivía en casa de unos tíos, sus tutores, desde que había perdido a sus padres en un accidente de ferrocarril, pocos meses antes. Subieron a la pequeña habitación que Julie ocupaba en el último piso de un viejo edificio, no lejos de la plaza de la Bastilla. La estancia estaba amueblada con lo estrictamente necesario: una cama estrecha de montantes metálicos, un armario y un rincón para el aseo, con un lavabo de grifos de cobre. El calor se había hecho más pesado. Julie se sentó en la cama.

—Comienzo a tener calor —dijo desabrochándose el corpiño—. Ven a mi lado —añadió—, y haz como yo, si quieres.

Violette fue a sentarse en la cama, pero se sentía más bien intimidada ante la idea de ponerse cómoda. Turbada, miró el fino pecho de Julie. A ésta, en efecto, le gustaba provocar las miradas de los hombres y las mujeres permaneciendo con los pechos desnudos bajo el vestido o el corpiño. Los pezones, oscuros y bastante gruesos, sorprendieron a Violette, que sintió cómo se endurecían, bajo el tejido de su vestido, las puntas de sus senos.

Sintió una mayor debilidad cuando Julie posó las manos en sus hombros, diciéndole: —¿No me enseñas tus tetas?

Violette fue incapaz de responder, pero su silencio era ya un asentimiento. Se estremeció cuando su joven amiga hizo resbalar los tirantes a lo largo de sus brazos. No más voluminosos que los de Julie, sus pechos quedaban realzados por un corsé que ponía así de relieve su estrecho talle. Los pezones, endurecidos y apuntando hacia arriba, tensaban el algodón blanco. Julie los liberó desabrochando el corsé.

—Son bonitos —dijo inclinando el rostro para lamerlos.

Violette se sentía pasmada por la audacia de su amiga, pero muy contenta por lo que le sucedía. Tanto más cuanto estaba aún caliente por el episodio vivido con Thérèse. Julie hizo pasar su boca de un pecho al otro, aspirando entre sus labios los irritados pezones. El pecho se levantaba al entrecortado compás de la respiración.

—Cuéntamelo todo, le pidió Julie levantando el rostro.

Confusa y excitada a la vez, Violette describió detalladamente la sesión de zurriago, pero calló de nuevo lo que había seguido. Recordando de pronto el «consolador» que su madre había mencionado, le preguntó a Julie si sabía de qué se trataba.

—¡Claro! —respondió ella riendo—. Voy a enseñarte uno. Pero primero quiero ver tus nalgas.

Violette se abandonó cuando Julie la obligó a tenderse y a darse la vuelta sobre el cobertor. Su sexo se apretó, humedeciéndose un poco más, cuando su compañera le arremangó por detrás el vestido y las enaguas hasta llegar a los riñones. Aparecieron las pequeñas nalgas redondas en el desorden de las levantadas enaguas. Todavía estaban rojas y le ardían un poco por el severo tratamiento que habían sufrido. Julie se sentía también excitada ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. No sabía si la atraía más la grupa arqueada y marcada o la vulva entreabierta entre los pelos rubios. Posó sus manos en las firmes redondeces de las nalgas que se levantaron bajo aquellas caricias. Violette gimió cuando sus dedos llegaron a la húmeda muesca.

—Tienes un hermoso conejo —le dijo Julie metiendo algo más el dedo en la raja—. Si fuera un hombre, me gustaría meter ahí mi polla.

Violette se sintió sorprendida ante una palabra que la provocó. Abrió un poco más los muslos para entregarse al dedo que hurgaba en ella con habilidad. Julie había alcanzado la fina membrana del himen.

—¡Pero si eres virgen todavía!

Bastante confusa, Violette respondió con un tímido «sí».

—¿Y por ahí también? —añadió la muchacha introduciendo un dedo en el prieto ano.

Más molesta que nunca, Violette dijo de nuevo «sí».

—¡Pues no vas a quedarte así! En fin, de momento voy a mostrarte un consolador.

Violette sentía, poco a poco, un placer desconocido hasta entonces. No sólo su vagina ardía sino que una sorda irritación atravesaba, también, su culo. Julie abrió el armario donde había ocultado, bajo un montón de sábanas, un largo consolador de marfil. Violette se estremeció al descubrir el artefacto, que imitaba fielmente la forma de un sexo masculino. Julie le contó que se lo había robado a Mireille, una de las muchachas que trabajaban con ella.

—Cierto día —añadió—, le oí hablar de eso con Mélanie. Hacía tiempo que había adivinado que eran tan guarras como yo...

Violette se sintió más turbada aún cuando vio a Julie arremangándose el vestido, bajo el que iba desnuda. Clavó sus ojos en la vulva que se abombaba, hermosa, bajo los pelos castaños y rizados. Los labios menores, oscuros, rodeaban la muesca roja y brillante.

Julie se tendió junto a Violette, abriendo los muslos. Metió la punta del consolador en su sexo entreabierto, diciéndole a su amiga que mirara.

Violette se humedeció algo más al ver cómo las ninfas envolvían la punta del ficticio sexo. Julie lo hundió más aún en su vagina.

—Lo utilicé para cargarme mi doncellez —dijo iniciando un movimiento de vaivén.

Enfebrecida, Violette se había metido una mano bajo su vientre para alcanzar su almeja. Se frotó el clítoris contemplando los vaivenes del consolador entre los distendidos labios. Envidiaba la audacia de su joven compañera, esperando poder pronto hacer como ella. Julie se cosquilleaba también el capullo erguido en lo alto de la raja.

Ambas muchachas gozaron al mismo tiempo y los suspiros de Violette se mezclaron con los gemidos de Julie. En cuanto sacó el consolador de su empapado coño, le dijo a Violette: —Quédate tendida boca abajo.

Le hizo doblar las piernas. La grupa, levantándose, se ofrecía de un modo muy impúdico. Julie contempló por unos instantes la reluciente vulva, pero se sentía más atraída por el pequeño orificio, prieto, entre las nalgas. Tras haber humedecido un dedo, metiéndolo en su vagina, lo colocó al borde del ano. Violette gimió cuando el índice forzó el estrecho anillo. Julie hizo girar el dedo para ensanchar el recto y lo sacó al considerar que la preparación era ya suficiente.

—¡Hoy voy a desvirgar tu hermoso culito! —dijo lubrificando el consolador con su propia melaza.

Violette se arqueó nerviosa al sentir la punta contra su ano.

—Oh no... va a dolerme...

Pero Julie se mostraba indiferente a sus lamentos. Con gesto seguro, empujó el consolador en el anillo apenas entreabierto. Violette se preguntaba qué estaba sucediéndole. A medida que el artefacto iba hundiéndose en sus carnes, el dolor daba paso al placer. Sobre todo porque Julie, experta ya a pesar de su edad, le cosquilleaba al mismo tiempo el clítoris. Violette se sentía, al mismo tiempo, abierta y llena. Sus músculos íntimos se contraían sobre aquel tallo duro y largo. Quedó pasmada al oír que Julie le decía: —Ya está, lo tienes todo en el culo.

Agitó, cada vez con más violencia, su pelvis lanzando sordos lamentos. El orgasmo sacudió de pronto todo su cuerpo. Sobreexcitada, Julie retiró el consolador para metérselo enseguida en el coño. Gozó rápidamente. Tras haber sacado el oloroso y empapado olisbos, paseó por él la lengua de un modo terriblemente lascivo.

—¿Has chupado ya alguna polla? —le preguntó sin turbación alguna.

Violette, tímidamente, respondió «no».

—Luego te lo enseño. ¿Y si fuéramos ahora a tu casa?

Tras haberse vestido y arreglado el peinado, salieron de la habitación.

Dos Hijas NinfómanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora