Capítulo 22

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 C OMO había ocurrido otras veces, Thérèse invitó a Violette y Julie a almorzar un domingo. Julie, que tenía una idea dándole vueltas en la cabeza, le dijo que sólo podían ir por la tarde.

Después del trabajo, las dos muchachas fueron a pasear por el bulevar. Julie llevaba el corpiño muy abierto sobre sus pechos desnudos y eso atraía la mirada de los hombres con los que se cruzaba. Le dijo a Violette que hiciera lo mismo. Ésta obedeció preguntándose cómo sería su tarde, pues Julie se había mostrado muy evasiva sobre sus intenciones.

Ésta propuso a Violette sentarse en una terraza de café para beber algo. Julie decidió instalarse cerca de una mesa ocupada por dos hombres de unos treinta años. Muy pronto respondió a sus sonrisas con miradas incitadoras. Ellos no se sintieron muy extrañados pues, en aquel barrio, eran numerosas las muchachas que se prostituían por pocos francos o le servían de gancho a una hermana de más edad.

—Espérame —le dijo Julie a Violette, levantándose.

Violette se sorprendió al verla dirigirse hacia los dos hombres. La vio intercambiar con ellos algunas palabras que no consiguió oír.

Al regresar hacia su amiga, Julie le dijo: —Vayamos a casa de Thérèse. Ellos vendrán con nosotras.

Violette estaba tan pasmada que permaneció muda. Ambos hombres se levantaron tras haber pagado sus consumiciones y las de las muchachas. Los cuatro se pusieron tranquilamente en camino, hablando de eso y aquello. Uno de los hombres, alto y delgado, se llamaba Henri, el otro, moreno y más bajo, Armand. Estaban tanto más excitados cuanto Julie les había dicho: —Tienen suerte, para ustedes será gratuito.

Pronto llegaron al porche que llevaba al apartamento de Thérèse. En efecto, podía accederse por los talleres o, directamente, por una escalera que daba a un patio interior. Violette sintió su corazón en un puño cuando Julie tomó el picaporte de cobre en la puerta de entrada.

Vistiendo una hermosa falda plisada y una blusa con encajes sobre su pecho, Thérèse les abrió la puerta. Dio un breve respingo al descubrir a los hombres que acompañaban a sus dos trabajadoras. Siempre con su desparpajo, Julie le impidió decir nada tomando la palabra enseguida: —Son dos amigos míos. Han tenido ganas de conocerla cuando les he hablado de usted.

Violette admiraba el aplomo de Julie, se sentía, sin embargo, algo inquieta preguntándose cómo irían las cosas. Thérèse les hizo entrar a los cuatro en su apartamento. Los sentimientos más confusos agitaban su espíritu: advertía la autoridad que la muchacha había adquirido sobre ella y que, razonablemente, debería impedir. Pero la presencia de aquellos dos hombres tan atractivos reavivaba ya el sordo deseo que la había invadido mientras esperaba a las dos muchachas.

Más desvergonzada que nunca, Julie invitó a los hombres a instalarse en el confortable salón. Les ofreció una copa de licor que ella misma se encargó de servir. Violette se había sentado en una silla, temblando de emoción. Por lo que a Thérèse se refiere, atónita, permanecía en medio del salón, sin saber qué actitud adoptar.

Tras haber servido dos coñacs, Julie se acercó a ella. Thérèse tembló cuando la muchacha, de pie a sus espaldas, le puso las manos en los hombros. Un largo estremecimiento recorrió todo su cuerpo cuando Julie hizo bajar sus manos por el generoso pecho.

—¡Va usted a enseñarles sus grandes pechos! —le dijo abriendo el corpiño abultado por los voluminosos globos.

Los pesados senos salieron de la blusa abierta.

—Ya ven —añadió Julie—, tenía ganas de enseñárselos. ¡Estoy segura de que tampoco lleva nada debajo de la falda!

Thérèse dio un respingo, pues era verdad. Hubiera debido reaccionar para recuperar la iniciativa, pero era ya incapaz de hacerlo. Sobre todo porque Julie no se detuvo.

Dos Hijas NinfómanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora