M ATHILDE se había quedado para ayudar a Ninon en el café, después de cenar. No tenía prisa en regresar a casa pues su marido, por razones de trabajo, se había marchado al extranjero.
Al anochecer, había hecho el amor con Raymond y Lucien. Mientras servía, sentía con placer que su esperma le empapaba los calzones. Dirigía incitadoras miradas a los clientes que le gustaban; tenía ya ganas de tener amantes distintos a los dos carniceros. Aquellos hombres le habían revelado una necesidad de goce que aumentaba de día en día. Por ello había revelado a Ninon sus deseos de ofrecerse, muy pronto, a un reducido grupo de hombres.
—No temas, me encargaré de eso —le había respondido su amiga.
De momento, tenía que regresar a su casa. Marcel, el cochero amigo de Ninon, entró en El Techo Acogedor pasadas ya las nueve. Se instaló en una mesa para comer un plato de embutidos con un vaso de vino tinto.
Cuando le sirvió, Mathilde se sintió turbada enseguida. Cierto es que no estaba saciada, pese a la cálida sesión con ambos carniceros. No veía con frecuencia a aquel hombre, pero tuvo que reconocer que le gustaba. Otro hombre, de unos treinta años, se sentó a su mesa para tomar con él una copa. A Mathilde se le crispó el vientre pues aquel joven, delgado y bien vestido, no carecía de encanto. Tras haber tomado un pedazo de queso, Marcel le propuso acompañarla. Ella aceptó, bastante alterada.
El cochero la hizo subir en su vehículo, tirado por un hermoso caballo negro. Se instaló en la banqueta forrada de cuero, más intimidada que nunca al ver que el desconocido se sentaba frente a ella. El cochero arrancó.
Tras haberse presentado rápidamente, el hombre, que se llamaba Charles, comenzó a hablar con ella. Mathilde, cuyo vientre era atenazado por un sordo deseo, no permaneció mucho tiempo insensible. Su rostro, de rasgos finos y enérgicos, enmarcados por una hermosa cabellera negra, le gustaba. Y, además, se sentía casi desnuda ante aquellos ojos claros, con los que la miraba sin disimulo alguno.
De pronto, se sintió como penetrada en lo más profundo de su intimidad cuando, con una ligera sonrisa pero con voz casi neutra, el hombre le dijo: —Adivino que acaba de hacer usted el amor. ¡Huele a macho! Y todavía desea un hombre.
—Pero... yo... —farfulló, terriblemente confusa al verse así descubierta.
Desconcertada, fue incapaz de reaccionar cuando el hombre se inclinó hacia ella para posar las manos en sus rodillas. La dominó una extraña debilidad cuando hizo subir los dedos por sus muslos. Sus pechos se hincharon bajo el vestido mientras su vagina se crispaba nerviosamente.
Charles apartó por unos instantes las manos para tirar las cortinas de las portezuelas. Cuando se apoderó de sus pechos, Mathilde adivinó que iba a entregarse a los deseos del desconocido. Charles se volvió para abrir un pequeño tragaluz a su espalda.
—Detente en un lugar tranquilo —le dijo simplemente a su amigo Marcel.
Comprendiendo lo que debía hacer, éste detuvo el caballo bajo los árboles de una plaza tranquila. La noche había caído, tibia y calma. Tras haber atado el animal, Marcel entró en el coche.
—¡Ya veo que no nos aburrimos! —dijo sentándose junto a Mathilde.
Charles había reanudado sus caricias, más insistentes ahora, en los muslos. Mathilde no dijo nada cuando le levantó el vestido, haciéndolo resbalar por sus piernas, por encima de las rodillas. En un inequívoco gesto de abandono, ella se apoyó en el cochero. Éste comenzó a magrearle los pechos, abriéndole el vestido, mientras Charles hacía resbalar sus dedos por los entreabiertos muslos.
Mathilde se arqueó lanzando un profundo suspiro cuando él hurgó bajo sus calzones. Tendió su vientre hacia delante, como para mejor ofrecerse a las caricias, cuando los dedos alcanzaron su húmeda vagina. Marcel había hecho salir los pechos del vestido y pellizcaba los hinchados pezones. Luego, la levantó por las nalgas diciéndole a su amigo: —¡Voy a darle por el culo! ¡Jódetela tú!
Mathilde vivió la continuación casi como una sonámbula. Ambos hombres habían sacado su sexo sin dejar de acariciarla. Charles hizo resbalar los calzones hasta sus tobillos y ella, con un breve movimiento, se los quitó del todo. Tras levantarla un poco más, Marcel le abrió las nalgas para colocar su glande al borde del ano. Con el vestido arremangado hasta el vientre, Mathilde se ofrecía a ambos hombres sin vergüenza alguna, en una actitud terriblemente obscena. Charles, sobre todo, podía aprovecharse del espectáculo de su sexo, abierto y mojado entre el vello castaño. La muesca, roja y profunda, se abría aguardando la estocada.
Charles dobló las piernas para ajustar su verga a la vagina. Insinuó su glande entre los hinchados labios mayores. Mathilde lanzó un gritito cuando Marcel hizo resbalar su culo sobre la rígida polla. Ambos sexos se unieron al unísono en sus orificios íntimos. Un ronco y largo lamento escapó de su garganta cuando los sexos casi se tocaron en las profundidades de su cuerpo. Afortunadamente, el esperma que había ya recibido facilitó la penetración. Charles, que había podido ver su mancillada vulva, lo advirtió groseramente: —¡La muy zorra está ya llena de leche! ¡Y sigue queriendo más!
Era cierto. Mathilde tenía ganas de sentir su esperma rociándole las entrañas. Y si había hecho ya el amor, varias veces, con dos hombres, de hecho nunca la habían «emparedado» de ese modo. Cuando estaba con Raymond y Lucien, uno la poseía mientras ella se la mamaba al otro, o la follaban por turnos; pero la penetración simultánea de su sexo y su culo era, para ella, una novedad. La dominaron rápidamente las más violentas sensaciones. Le parecía que su cuerpo iba a estallar bajo el inexorable empuje de los sexos. Tanto más cuanto los hombres, sin preocuparse por sus reacciones, se agitaban en ella al compás del goce que hacía vibrar su polla. Mathilde gemía cada vez que la punta de los sexos golpeaba lo más profundo de su carne. Todos sus músculos se contraían convulsivamente rodeando las pichas que la martilleaban sin miramientos.
Ambos hombres habían acelerado la cadencia. Gruñendo como un animal, Marcel fue el primero en aliviarse, derramando su leche en las ardientes entrañas. Mathilde gozó cuando Charles eyaculó en su vientre. Un segundo orgasmo se apoderó de ella cuando los últimos chorros le azotaron el útero.
Apenas se dio cuenta de que sus amantes de una noche habían salido del coche. Tras haberse abrochado rápidamente, Marcel y Charles se habían dirigido a la delantera del vehículo. Marcel arrancó para llevar a Mathilde hasta su casa. En el interior del coche, ésta se recuperaba lentamente de su goce. Con el vestido arremangado aún hasta el vientre y los muslos abiertos, contempló su vulva de la que brotaba un hilillo de esperma. Una intensa satisfacción llenaba todo su cuerpo, como la leche que se había derramado en sus dos orificios.
Marcel se detuvo muy pronto cerca de su casa. Con las piernas temblorosas todavía, Mathilde bajó del coche para dirigirse a su hermoso apartamento de Passy. Al separarse de ambos hombres, sintió de pronto no poder proseguir con ellos la velada.
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Dos Hijas Ninfómanas
RomansaNinon, dueña de un café parisino, tiene una fantasía oculta que invade cada noche el calor de su alcoba: la belleza adolescente de sus hijas, Rose y Violette, despierta en ella un insoportable deseo sexual Ninfómania: Obsesión con pensamientos o com...