J ULIE conservaba el consolador que le había quitado a Mireille. Eso le dio una idea para vengarse de ella. Mireille era, en efecto, una muchacha bastante altiva que no se privaba de hacer algunas jugarretas a sus compañeras de trabajo.
—Vamos a divertimos —dijo cierta mañana a Violette cuando se encontraron en el taller.
A mediodía, en compañía de Violette, fue a ver a Thérèse a su despacho: —Señora, tengo que decirle algo. Mire lo que he encontrado entre las cosas de Mireille —añadió sacando el consolador del bolso—. Y, además, decía marranadas sobre usted.
Violette quedó pasmada ante el aplomo de su amiga. Thérèse había tomado el consolador intentando ocultar su emoción. Un estremecimiento de deseo la recorrió al recordar la sesión del zurriago que había infligido a Violette.
—Quédense aquí, voy a buscarla.
Julie estaba en el séptimo cielo pues era lo que esperaba. Impaciente por conocer lo que seguiría, Violette se sentía de todos modos algo inquieta.
—¿Y si se venga? —le dijo a Julie.
—No te preocupes, la pondré en su lugar.
Bastante caliente ya, Thérèse se dirigió a Mireille y le dijo que la siguiera a su despacho. Era una muchacha alta y morena, de unos veinte años, de generosas redondeces y aspecto bastante orgulloso. Tembló al descubrir a Violette y Julie.
—¿Qué significa eso? —le preguntó Thérèse mostrando el consolador—. Mi taller no es un burdel. Es más, acabo de saber que cuenta usted guarradas sobre mí.
—No, no es verdad —dijo con voz débil.
De hecho, a Thérèse le importaba un bledo saber si era o no verdad. La alegraba, sobre todo, encontrar un pretexto para satisfacer sus deseos. Ordenó a Mireille que se inclinara sobre la mesa, como había hecho Violette, levantó sus faldas y sus enaguas hasta la cintura.
—Va a recibir usted un buen correctivo —le dijo haciendo resbalar los calzones por los muslos.
—Oh, no... Ante ellas no —se quejó Mireille, muy avergonzada de exhibir su intimidad ante ambas muchachas.
—Cállese —repuso Thérèse—, de lo contrario la pongo inmediatamente de patitas en la calle.
Violette y Julie miraban complacidas la arqueada grupa con un surco profundo y oscuro. Los carnosos globos se contraían por el temor al castigo. Se adivinaba, más abajo, la hinchazón de la vulva y su raja rosada entre una espesa mata de pelo negro.
Julie no pudo evitar meterse la mano bajo las faldas cuando vio que Thérèse tomaba el zurriago.
Mireille gimió cuando las finas correas de cuero cayeron sobre sus nalgas. Cada golpe le hacía levantar convulsivamente el cuerpo. Excitada por el espectáculo, Julie se la cascaba acariciándose los pechos. Advirtiéndolo, Thérèse sintió que una violenta oleada de deseo invadía su cuerpo. Dejó el zurriago y siguió zurrando, con la mano desnuda, las ardientes nalgas. Sólo se detuvo cuando la piel quedó marcada de rojo.
Violette se humedecía copiosamente, pero no osaba masturbarse como su amiga. Quedó de nuevo estupefacta cuando la oyó dirigirse a su patrona: —Señora, ¿y si le metiera el consolador? ¡Debe de estar acostumbrada!
De hecho, Thérèse había pensado en ello sin atreverse a hacerlo. Las palabras de la joven obrera la incitaron a pasar a la acción. Pero la intimidaba un poco hacerlo ella misma. Tomó el consolador y se lo tendió a Julie.
—Como agradecimiento, te ofrezco que se lo metas tú.
Thérèse tenía ganas, sobre todo, de ver actuar a Julie, pues había adivinado rápidamente su temperamento libertino.
—Señora, me gustaría metérselo en el culo.
—Haz lo que quieras —le dijo Thérèse, que se había sentado en un sofá, con Violette.
—¡Oh, no! ¡Por ahí no! —se quejó Mireille, que nunca se había atrevido a utilizarlo de ese modo.
Pero Julie permaneció indiferente a sus lamentos. Muy al contrario, aquellos gemidos, entrecortados por el llanto, avivaron su excitación. Introdujo la punta de marfil entre las voluminosas nalgas. Mireille sufrió un espasmo nervioso cuando el glande forzó su contraído ano. Caldeada por la escena, Thérèse tomó la mano de Violette para metérsela bajo las faldas. Por su parte, metió los dedos bajo la ropa de Violette, hasta la vulva húmeda y entreabierta. Se masturbaron viendo actuar a Julie.
Ésta proseguía tranquilamente su sodomización. Empujaba lentamente el sexo ficticio por el recto, que se había dilatado un poco. Mireille seguía gimiendo bajo el dolor que le abría las carnes. Lo más penoso no era la quemazón que irritaba su ano sino la humillación de saberse entregada, así, al capricho de aquella muchacha. El consolador había penetrado hasta la mitad de su longitud. Julie lo hizo ir y venir, como habría hecho un hombre con su sexo.
Thérèse removía violentamente sus caderas bajo las caricias de Violette, que se agitaba, también, cada vez más. Julie detuvo su vaivén y hundió el consolador hasta las cachas. Mireille gimió ante aquella brutal penetración.
—¡Te estás corriendo, viciosa de mierda! —dijo metiendo un dedo en la húmeda vagina.
Thérèse gozó al oír aquellas palabras y Violette la siguió rápidamente.
Tras haber ordenado su ropa, se levantó para acercarse a Mireille. Convencida de su ascendiente sobre su patrona, Julie le dijo: —Podría quedarse así toda la tarde. ¿Qué le parece, señora?
Pasmada de nuevo ante el desparpajo de su joven empleada, Thérèse le respondió simplemente: —Sí, es una buena idea.
Más humillada que nunca, Mireille tuvo que incorporarse manteniendo el consolador clavado en su culo.
—Pase por aquí antes de marcharse —le dijo Thérèse cuando salió de su despacho.
Su regreso al taller de confección fue muy desagradable. No sólo contraía los músculos en torno al consolador, que le hacía daño, sino que tuvo que dar también turbadas explicaciones a sus compañeras. Les contó, como pudo, que las tres habían sido castigadas por culpa de unos clientes descontentos con su trabajo.
Mientras, en el despacho de Thérèse, la atmósfera era muy distinta. Excitada aún, la mujer ordenó a las dos jóvenes que se quedaran.
—¡Quiero veros gozar! —les dijo antes de pedirles que se instalaran, gualdrapeadas, en el sofá.
Con la falda levantada, Julie se tendió, y Violette se acostó, en 69, sobre ella. Su amiga se levantó enseguida la falda hasta los lomos. Thérèse estaba muy excitada por la visión de aquellos sexos ofrecidos entre el vello. Ambas muchachas se lamieron mientras su patrona, con las faldas en el vientre, se masturbaba con furia.
Atraída por las nalgas levantadas de Violette, se acercó a ella. Sin dejar de cascársela, metió un dedo en el abierto ano. Sorprendida, Violette movió las caderas gimiendo. El anillo de carne se contrajo ante la penetración.
—La próxima vez utilizaré un consolador —dijo la mujer hundiendo el índice tanto como pudo.
Las dos muchachas se agitaban cada vez más nerviosas. Gozaron al mismo tiempo, regando sus respectivas bocas con una miel abundante y ligeramente salobre. Julie se había sentado en el borde del sofá. Instintivamente, posó su boca en la vulva ardiente de su patrona.
Fascinada, Violette la vio lamer la muesca, abierta de par en par entre el espeso vello castaño. Sin empacho alguno, la muchacha había agarrado las carnosas nalgas. Se permitió incluso meter un dedo en el húmedo ojete.
—Me das gusto, marranita —suspiró Thérèse.
—Otro día le meteré, y a fondo, un consolador —le dijo, siempre tan desvergonzada.
Muy excitada, la mujer respondió «sí» jadeando, antes de ser arrastrada por un violento orgasmo que sacudió todo su cuerpo. Antes de que se fueran, Thérèse les pidió que no contaran nada de aquello.
—Decid sólo que habéis sido castigadas por un trabajo mal hecho. Pronto volveréis a mi despacho.
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Dos Hijas Ninfómanas
RomansaNinon, dueña de un café parisino, tiene una fantasía oculta que invade cada noche el calor de su alcoba: la belleza adolescente de sus hijas, Rose y Violette, despierta en ella un insoportable deseo sexual Ninfómania: Obsesión con pensamientos o com...