Capítulo 02

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Hacia seis meses que se encargaba del café que le había dejado su tío Arthur y Ninon había conseguido una buena reputación, que justificaba el nombre de su establecimiento. El Techo Acogedor tenía una numerosa clientela de comerciantes y empleados de los despachos vecinos.

Cierto es que Ninon tenía con qué seducir a sus clientes, hombres en su mayoría. Era una hermosa mujer de treinta y siete años, muy bien hecha todavía a pesar de las dificultades que había vivido. Abandonada de muy niña y colocada en la Asistencia Pública, había comenzado a trabajar, en distintos oficios, desde los doce años. A los quince se había dejado seducir por un hombre que, poco a poco, la había obligado a hacer la acera. La muerte accidental de éste le había permitido escapar a su condición. De su unión habían nacido dos niñas, Rose y Violette, que tenían ahora, respectivamente, diecinueve y diecisiete años.

Aprovechando sus relaciones, había vivido varios años mantenida por algunos ricos burgueses. Pero, próxima ya a los treinta, la habían ido abandonando poco a poco, en beneficio de mozas más jóvenes, modistillas y demás pizpiretas que tanto gustan a ciertos ricachones de la capital. Había encontrado entonces un trabajo de criada en una casa burguesa, antes de recibir la inesperada herencia de su tío: un café que se añadía a lo que había conseguido ahorrar poco a poco.

Metida en carnes, pero muy bien proporcionada, tenía mucho encanto todavía. Por lo demás, no se privaba de ciertos extras con los clientes que le gustaban. Sin embargo, prefería a Charles, un militar de unos cincuenta años que se mostraba muy generoso con ella.

Pero los hombres tenían también otra razón para ir a tomar una copa o comer en su establecimiento: sus dos hijas, que permitían adivinar un poco la belleza de su madre cuando era más joven. Rose era una morena, alta, de generosas formas, con los cabellos algo rizados cayendo sobre los hombros y enmarcando un rostro oval de rasgos sensuales. Muy distinta, Violette era rubia y bastante delgada, con unos largos cabellos que solía peinar en cola de caballo. Sus temperamentos expresaban también sensibles diferencias: Violette era tan reservada cuanto Rose se mostraba juguetona e, incluso, algo desvergonzada.

Tras unos años pasados en instituciones dirigidas por religiosas —pues Ninon había querido alejarlas de su vida, agitada primero y, luego, llena de necesidades— se habían reunido con su madre. Pero ellas mismas no se conocían mucho pues habían frecuentado dos establecimientos distintos, en provincias, y sólo se reunían en Navidad y durante el verano. Ni la una ni la otra habían deseado permanecer mucho tiempo en la escuela. De todos modos, Ninon no habría podido cubrir los gastos necesarios para sus estudios. Ambas trabajaban en el barrio y solían ayudar a su madre en el café. A Ninon le echaba también una mano Mathilde, una hermosa morena de generosas redondeces y de unos treinta años. Ésta, en realidad, no necesitaba dinero, pues su marido dirigía una próspera fábrica de calzado, pero le gustaba ir allí, sencillamente, para encanallarse un poco en contacto con aquella clientela popular. Así descansaba de los amigos que recibía en su casa, unos burgueses bastante estirados.

Junto a los aposentos donde vivía, Ninon alquilaba algunas habitaciones amuebladas. En el primer piso, donde tenía un apartamento, una de las habitaciones estaba ocupada por Julien, un joven estudiante de derecho. En el segundo, donde se alojaban sus dos hijas, había dos habitaciones ocupadas por Gérard, un pintor que pasaba fuera buena parte de sus noches. En los medios artísticos comenzaban a hablar de él. Pero, a fin de cuentas, a Ninon le importaba un bledo. Bastante tenía con ocuparse de su café y, mientras pagara el alquiler, no se preocupaba por lo demás. Sobre todo porque los artistas, siempre algo excéntricos, no formaban realmente parte de su mundo.

En el tercer piso, finalmente, Ninon alquilaba una habitación y un cuarto de baño a un tal Romuald, que trabajaba en un teatro. Era un hombre apuesto, de unos cuarenta años, con quien no le hubiera disgustado tener una aventura. Pero no le veía demasiado pues sólo utilizaba la habitación como picadero, para llevar de vez en cuando a alguna amante. Tampoco dejaba indiferente a sus dos hijas. Sus corazones palpitaban con más fuerza cuando oían crujir los peldaños mientras subía al tercero con una amante. Ambas se turbaban más todavía cuando oían, a través de los tabiques, unas risas y unos inequívocos grititos... De hecho, Violette prefería más bien a Gérard. Pero el hombre le parecía casi inaccesible.

Dos Hijas NinfómanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora