Capítulo 10

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S UBIERON al segundo piso, tan excitada la una como la otra. En cuanto hubieron llegado a la habitación de Violette, ésta arrastró a Julie hasta la especie de alacena que daba al taller de Gérard.
Odile estaba ya desnuda, medio tendida en un sofá. No lejos de ella, el pintor había tomado uno de sus cuadros. Violette pegó un ojo a la pared antes de susurrar, dirigiéndose a su amiga: —¡Mira!
Julie ocupó su lugar. Se sintió más caliente que nunca viendo que Odile se acariciaba, con los muslos abiertos de par en par.
—¡Qué guarra! —dijo en voz baja, metiéndose una mano bajo las faldas y haciéndolas subir hasta las nalgas.
Tomó la mano de Violette añadiendo: —¡Acaríciame!
Violette obedeció sin pensárselo. Con una mano puesta en lo alto de los muslos, buscó el hinchado clítoris mientras insinuaba un dedo en la babosa raja. Enfebrecida por el movimiento de sus dedos en la ardiente vagina, metió una mano bajo el vestido para masturbarse. Las dos muchachas se contenían para no gemir.
En el taller, las cosas se animaban también. Odile, que estaba cascándosela, jadeaba cada vez con más fuerza. Sus pechos, de grandes pezones, se levantaban al compás del placer que invadía su vientre. Gérard había dejado los pinceles. Se abrió el pantalón para sacar una tranca, ya enhiesta, y se arrodilló ante la moza.
Julie tembló al verle penetrar en la vagina abierta de par en par. Habría querido dejar su lugar a Violette, pero se sintió incapaz de alejarse de la pequeña abertura practicada en la pared. Gozó cuando el pintor eyaculaba en el fondo del sexo acogedor, mientras Odile era también sacudida por el goce. En voz baja le dijo a Violette que les mirara. Ésta pegó un ojo al orificio. El orgasmo la estremeció cuando Gérard acababa de liberarse.
Muy excitadas, las dos muchachas regresaron a la habitación.
—¿Y si fuéramos a ver? —le propuso Julie a su amiga.
—¿Crees que querrá? —le preguntó Violette, tan intimidada como atraída por aquella perspectiva. Sobre todo porque sabía que Odile, como de costumbre, se marcharía muy pronto.
Julie sacó el consolador del bolso añadiendo: —De momento, mírame.
Se metió el olisbos en la boca. Violette se sintió turbada viéndole abrir los labios ante la punta del consolador. Lamió aquel sexo de marfil acompañando sus lametones con comentarios educativos. Violette se sentía tan excitada oyéndola como viéndola.
—Mira, cosquilleas el pequeño agujero. Pero cuando sientes que comienzan a manar unas gotas, vas más despacio, salvo si no tienes ganas de esperar.
Julie se detuvo y le pasó el consolador, diciéndole que hiciese como ella. Violette embocó el sexo artificial. Con gestos algo torpes, paseó su lengua a lo largo de aquel tallo. El simulacro de felación caldeó sus sentidos. Estaba impaciente por hacerlo con un hombre. Y a Julie se le había ocurrido una idea... Ésta, que acechaba los ruidos en el corredor, había adivinado que Odile se marchaba. Le dijo enseguida a Violette que se detuviese. Volviendo a la alacena, comprobó que Gérard se había quedado en su taller.
—¡Vamos!, le dijo a Violette tomándola de la mano.
Pese a su deseo, el temor la dominó cuando salieron de la habitación. Su corazón palpitaba con más fuerza cuando llegaron ante los aposentos del pintor. Llamó discretamente a la puerta. Quedó casi sin aliento cuando Gérard apareció en la rendija. Por fortuna, Julie acudió en su ayuda.
—¿Podemos ver sus cuadros?
Más bien sorprendido, aunque excitado por aquellas dos hermosas muchachas, les ofreció entrar. Una bocanada de deseo le invadió al recordar las imágenes de Violette haciendo el amor con su hermana. ¡Y ahora estaba en su habitación, con una compañera claramente atrevida! Pese al placer que acababa de disfrutar con Odile, su polla se tensó de nuevo bajo la ropa. Se sintió de pronto turbado al pensar en enseñarles sus licenciosos cuadros.

—¿Saben ustedes? —les dijo a ambas muchachas—; son imágenes bastante... (Vaciló unos instantes ante la palabra que debía emplear.) Digamos que bastante libres.

—¡Diga que bastante guarras! —respondió Julie.

Gérard, que comenzaba a perder su lucidez, las llevó a su taller. Mirando de cerca las telas, Julie no se privó de hacer observaciones muy obscenas.

—¡Aquí se ve mal el coño! ¡Y, allí, me extrañaría que sujetara una polla de ese modo!

Casi molesto, Gérard decía simplemente: —Sí, sí, ya veré.

A Violette le pasmaba el desparpajo de su joven amiga. ¡Y no estaba al cabo de sus sorpresas! Quedó estupefacta al ver que Julie sacaba el consolador de su vestido. Pues nunca hubiera imaginado que lo habría cogido antes de salir de la habitación. ¡Y Gérard no estaba menos pasmado que ella! Julie lo paseó por su boca de un modo muy lúbrico.

—¿Y si le sirviéramos de modelos? —añadió la muchacha abriéndose el vestido, más audaz que nunca.

Muy turbado, pero especialmente excitado, Gérard sólo supo mascullar un tímido «¿por qué no?». Julie había desabrochado la parte alta de su vestido, mostrando sus pequeños pechos de agresivos pezones. Sin mayor turbación, se sentó en el sofá y siguió desabrochándose el vestido. Gérard se empalmó un poco más al ver el oscuro felpudo que cubría, a medias, la entreabierta vulva.

—Haz como yo —le dijo a Violette en tono tierno y autoritario a la vez.

Aunque terriblemente confusa, ésta obedeció empezando a desabrocharse el vestido. Siguió soltándose el corsé que le oprimía el pecho. Sus hinchados senos brotaron del tejido. Sentía, es cierto, algo de vergüenza pero, de hecho, Julie le permitía realizar un deseo que había permanecido, hasta entonces, enterrado: el de mostrar su cuerpo a Gérard.

Julie le dijo que se acercara. Ella misma se encargó de quitarle por completo el vestido, que cayó al suelo. Violette se sintió muy vulnerable, con sus pechos al aire y el bajo vientre cubierto, sólo, por unas enaguas. Le recorrió un violento estremecimiento cuando Julie asió las enaguas para hacer que resbalaran por sus piernas. Gérard se hallaba en un estado de intensa excitación. Podía ver de cerca el sexo que sólo había percibido a través de la abertura practicada en la pared. Recuperaba la deliciosa visión de la muesca rosada, entreabierta entre los rubios pelos. Se contuvo para no acercarse a aquel vientre y lamerlo o, incluso, penetrarlo. De hecho, no sabía adónde dirigir su mirada, pues Julie se había metido el consolador entre los labios. Se sintió escandalizado cuando ella le dijo: —¡Enséñenos la polla! ¡Violette me ha dicho que quería verla!

Controlando apenas sus reacciones, se dirigió hacia Julie. Sin vacilar, ella le abrió la bragueta para sacar la tensa verga. Mientras acariciaba el sexo con la punta de los dedos, ordenó a Violette que se arrodillara. Como sonámbula, ésta obedeció con el rostro muy cerca de la palpitante tranca. Julie oprimió el miembro entre sus dedos, mientras seguía hundiéndose el consolador en la vagina. A Gérard le pareció que le recorría una sacudida eléctrica cuando la joven descapulló su glande, tirando de la fina piel hacia la base del sexo. Estaba atónito pues nunca había conocido a una muchacha tan desvergonzada y que manifestase tanta habilidad.

Pero la intención de Julie no era masturbarle. Con el consolador por completo hundido en el coño, posó una mano en la nuca de Violette diciéndole: —¡Toma su polla en tu boca y chúpala!

Violette se sentía aturdida. Por mucho que, una noche, hubiera visto a Odile practicándole una felación a Gérard, apenas podía imaginar lo que aquello representaba realmente. Vacilando, abrió los labios para recibir el glande violáceo.

Con un movimiento instintivo, el hombre adelantó su vientre para hundirse en la boca virgen. Julie, que les miraba, le dijo: —Sobre todo no sea brutal, de lo contrario nos marcharemos.

Ante aquella amenaza, pronunciada con voz dulce pero firme, Gérard contuvo su deseo de llenar aquella boca con su rígida verga. Con una mano en la cabeza de su amiga y la otra en la polla, Julie se encargaba de dirigir las operaciones. Violette experimentaba inauditas sensaciones en contacto con la carne tibia y dura que, lentamente, iba y venía entre sus labios. Como Julie le había dicho, sintió que unas gotas algo saladas caían en su lengua. Las bebió con placer aguardando, con la mayor emoción, lo que seguiría.

Gérard había adivinado que se acercaba el placer. Le habría gustado verter su licor en aquella garganta. Pero deseaba retener el mayor tiempo posible su eyaculación. Ése era, también, el deseo de Julie que, mientras se masturbaba con el consolador, demoraba el ascenso del esperma oprimiendo con el pulgar y el índice la base del sexo.

Dos Hijas NinfómanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora