Capítulo 17

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Aquel mismo día, Violette había visto a Julie en el taller de confección. Aquel domingo, las cosas eran muy distintas a la semana anterior. Hacia la una, después del trabajo, subieron al despacho de Thérèse, que las había invitado discretamente.

La mujer las hizo entrar en un pequeño aposento que utilizaba algunas noches, cuando el trabajo la retenía. El salón, muy bien amueblado, tenía las paredes cubiertas de terciopelo rojo de las que colgaban grabados de moda.

—Me gustáis mucho —les dijo Thérèse—, y pronto os aumentaré el sueldo. De momento, comamos.

Se instalaron en una mesa redonda, cubierta con un mantel blanco y con hermosos platos de porcelana y copas de cristal. A las dos jóvenes les impresionó el lujo de la mesa. Acostumbrada a aquella tarea, Violette se ofreció para servir la comida. Fue a buscar los platos en una pequeña cocina contigua al salón. Thérèse había pedido a un restaurador distintos platos, fríos y calientes, a cuál más delicioso. Para ellas fue una novedad, sobre todo, el vino que Thérèse les ofreció. Violette había vacilado pero Julie la incitó a beber.

—¡No vas a andarte con remilgos! ¡Sobre todo en un día de descanso!

Violette se dejó tentar, primero, por el borgoña blanco, con el pescado frío, luego por el saint-émilion con la pintada con guisantes. Cuando llegaron al queso, se sentía algo embriagada. Julie advirtió el rubor que le cubría el rostro. Volviéndose hacia Violette, le dijo: —Voy a ponerte cómoda.

Violette fue incapaz de reaccionar cuando Julie desabrochó su corsé, bajo el que iba desnuda, como le había pedido su joven amiga. Julie no se detuvo allí. Hizo resbalar el vestido por los brazos de Violette para quitárselo por completo. Aunque algo confusa, a Violette le calentó enseguida enseñar sus pechos, de pezones hinchados ya. Comió el queso de aquel modo, tanto más excitada cuanto Julie acariciaba, de vez en cuando, unos pezones que seguían creciendo.

Con su habitual audacia, Julie le dijo a su patrona: —¿Y si hiciera usted lo mismo? Me gustaría verle las tetas.

Julie no tenía, ciertamente, demasiada educación, pero demostraba en cambio verdadera perspicacia con los sentimientos de la gente a la que conocía. Había adivinado rápidamente el temperamento sensual de Thérèse, que ésta intentaba disimular bajo unos aires más o menos autoritarios, a los que la obligaba, claro, su trabajo. Había comprendido también que era una mujer bastante frustrada —hacía varios años que había quedado viuda— y que necesitaba sensaciones fuertes.

Una vez más su seguridad se vio recompensada, pues la mujer, muy excitada, se abrió la blusa. Tampoco llevaba nada debajo. Sus pesados senos, algo caídos y de anchas aureolas rojas, aparecieron entre la tela del corpiño.

Intimidada por su semidesnudez, Violette se levantó para ir a buscar el postre, fresas con nata. En cuanto el plato estuvo en la mesa, Julie mojó en él dos dedos para recoger un poco de nata. Cubrió con ella los pezones de Violette y los lamió con golosa lengua. Violette se removía en su silla, muy cerca ya del goce. Julie le dijo a su amiga: —Las dos vais a hacerme lo mismo, pero primero quiero chupar a Thérèse.

La mujer, que se había levantado las faldas, para acariciarse, sólo respondió «sí». Julie untó sus anchos pezones y los lamió con la punta de la lengua, antes de mordisquearlos con los dientes. Mientras chupaba los senos como si hubiera querido mamar, soltó con hábil gesto la falda de la mujer, que quedó casi desnuda.

La muchacha fue a buscar un consolador que Thérèse había dispuesto, adrede, junto a la mesa. Instintivamente, ésta abrió los muslos cuando la muchacha metió la punta en el espeso vello que rodeaba la vulva.

—¡Vamos, marranita! —dijo la mujer, que había alcanzado un estado de excitación particularmente violento.

Se echó un poco hacia atrás para facilitar la penetración. Mientras hundía el voluminoso consolador en la acogedora vagina, Julie siguió lamiendo los pechos duros y pesados. No quería limitarse a eso.

Le dijo a Thérèse que se levantara y se inclinara hacia delante, sobre la mesa. Como sonámbula, la patrona obedeció, posando los antebrazos sobre el mantel, entre dos platos. Con el cuerpo doblado y los senos colgando, Thérèse se exhibía en una postura por lo menos obscena e incluso sumisa.

—¿Tiene otro consolador? —le preguntó Julie.

—Sí, en un cajón de mi despacho —suspiró, medio consciente de lo que ocurría.

—Ve a buscarlo, con el zurriago —añadió dirigiéndose a Violette.

Como hipnotizada por la autoridad de su amiga, Violette ejecutó sus órdenes. Julie tomó enseguida el sexo ficticio, más fino pero más largo que el otro. Mojó la punta en el plato de nata y la introdujo, sin aguardar más, entre las grandes nalgas impúdicamente tendidas.

—¡Oh, no! ¡Eso no! —dijo Thérèse que, de hecho, estaba esperando ese momento.

Mientras mantenía el otro olisbos metido en el sexo, Julie hundió el consolador en la estrecha vaina del ano. En cuanto la hubo penetrado por completo, Julie le dijo a Violette: —¡Una pequeña sesión de zurriago le hará bien!

Violette se sentía incapaz de azotar a aquella mujer que era su patrona. Terriblemente turbada, se lo hizo saber a su amiga, que le tomó el zurriago de las manos.

—¡Voy a enseñarte! —le dijo golpeando las nalgas.

Thérèse gimió cuando los primeros golpes alcanzaron su grupa. Siguiendo siempre las órdenes de Julie, Violette le acarició los pechos que se bamboleaban por encima del mantel. Mientras Julie seguía fustigando sus nalgas, que se agitaban de adelante a atrás, Thérèse se vio súbitamente arrebatada por un orgasmo de increíble intensidad.

Volviendo en sí, Thérèse se dio cuenta de la debilidad a la que acababa de abandonarse, pero el placer de aquel instante prevalecía sobre todo lo demás.

—Le toca a usted hacerme gozar —le dijo Julie colocando los platos y la comida en un carrito de servir.

Tras haber abierto su corpiño y desabrochado su falda, se tendió en la mesa con las piernas abiertas cayendo hacia el suelo. Su vulva, abultada y ampliamente hendida, era muy visible bajo el pelo oscuro y escaso. Para mostrarles lo que quería, tomó nata y la puso al borde de su coño y en sus pequeños pechos.

Thérèse comenzó tomando una fresa, que mojó en los labios mayores antes de comérsela. Violette hizo lo mismo. Alternativamente, ambas mujeres comieron de ese modo el postre. Terminado el plato, Violette le chupó los pechos mientras Thérèse lo hacía con la vulva. Julie no necesitó mucho tiempo para gozar. Thérèse recogió en su lengua, satisfecha, la agradable mezcla de humor, nata y fresas aplastadas.

Tras haberse levantado, Julie siguió dirigiendo el juego. Le dijo a Violette que ocupara su lugar en la mesa. En cuanto se hubo instalado, Thérèse la lamió mientras Julie le acariciaba los pechos. Excitada desde hacía largo rato, Violette gozó enseguida.

Las dos muchachas se vistieron y tomaron un café que les preparó Thérèse. Antes de marcharse, Julie dijo: —¡La próxima vez vendremos con unos amigos! Thérèse estaba demasiado embriagada, aún, para prestar atención a estas palabras.

En la calle, las muchachas caminaron del brazo hasta la casa de Violette.

Dos Hijas NinfómanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora