El domingo por la mañana, Clarisse llegó a El Techo Acogedor, en sus primeras vacaciones desde que trabajaba como criada en casa de los amigos de Ninon. Tras haber descansado un poco, ayudó a Ninon en el café.
A mediodía, Ninon le dijo que la esperara en su habitación. Rose, que no trabajaba en los Halles, se encargaría del café con Mathilde.
Bastante enfebrecida, Clarisse se instaló en la habitación de Ninon. Tenía miedo de que sus patrones le hubieran hecho a su tía algunos reproches que le concernieran.
No tuvo que impacientarse mucho pues Ninon se reunió con ella poco después. Adivinando la preocupación de la muchacha, la mujer la tranquilizó enseguida.
—Los Beauregard están muy contentos con tus servicios. No te he hecho venir por eso.
Recordando todavía lo que había vivido cuando llegó a casa de su tía, Clarisse se sintió entonces turbada. Rememoró con viva emoción el placer, nuevo para ella, que había conocido entonces: primero las caricias de su tía, luego el sexo de Marcel junto a su coño virgen. Ninon se mostró prudente al decirle lo que aguardaba de ella, antes de añadir: —Rose también pasó por ahí, y pronto le tocará a Violette. No quiero que caigas, ni tampoco mis hijas, en manos de un cualquiera.
Clarisse se estremeció, pues la perspectiva la atraía tanto como la inquietaba.
—Comienza a desnudarte —añadió su tía.
Con gestos tímidos, la muchacha se desabrochó el vestido y Ninon lo tomó para ponerlo en el respaldo de un sillón. Clarisse sólo llevaba ya unos calzones abiertos y un ligero corsé.
—Quítatelos también —le dijo Ninon invitándola a tenderse en su cama—. ¡Para lo que te aguarda no los necesitas!
Más turbada que nunca, Clarisse obedeció de todos modos, desvelando su cuerpo grácil de piel muy blanca. Ninon se agachó a su lado y comenzó a acariciarla. Se interesó primero por los pequeños pechos cuyas puntas crecieron con rapidez. Clarisse suspiraba ya por efecto del placer que se extendía por su carne. Ninon hizo luego bajar lentamente sus manos hacia el pubis, cubierto de un fino vello claro. Algo más abajo, los pelos de reflejos rojizos no podían ocultar la fina muesca rosada.
Clarisse se estremeció cuando su tía metió un dedo, y luego dos, en el prieto surco. Hundiéndolos hasta el himen, a Ninon le sorprendió la estrechez de la vagina. Comprendió enseguida que debía ser paciente si no quería que su sobrina sufriese. Cuando estaba distendiendo las delicadas mucosas, llamaron a la puerta.
Era Gérard, al que Ninon había invitado a la ceremonia. En efecto, pensando en la desfloración de Violette, la mujer quería ver, concretamente, la actitud del pintor. «Si me satisface, había pensado, le ofreceré el virgo de mi hija.»
Gérard mostró cierta sorpresa al descubrir a la joven desnuda, con los muslos abiertos, tendida en la cama. De hecho, la atmósfera que reinaba en aquella casa comenzaba a no extrañarle ya. ¡Tanto más cuanto se aprovechaba ampliamente de ella!
—Voy a ofrecerle la virginidad de mi sobrina pero, de momento, limítese a mirar.
Su sexo se endureció enseguida bajo los pantalones, al evocar el placer que se le prometía. Ciertamente, habría preferido hacer el amor con la propia Ninon, cuyo temperamento sexual adivinaba. ¡Pero no iba a hacerse el estrecho ante lo que le ofrecían! Había anulado una sesión de pose con Odile y ahora no lo lamentaba. Se sentó en un sillón, aceptando la invitación de su propietaria.
Ninon fue a buscar un consolador en el cajón de su hermosa cómoda coronada por un espejo oval. Era una hermosa y fiel reproducción en ébano de un sexo masculino de buen tamaño. El anónimo artesano que había esculpido el armatoste había llevado su realismo hasta el extremo de imitar los finos dobleces de la piel tensa bajo el glande.
Le dijo a su sobrina que mantuviera las piernas dobladas. Gérard se empalmó un poco más ante el espectáculo, terriblemente impúdico, de la vulva abierta en el ralo vello. Ninon humedeció sus dedos con un poco de saliva para lubrificar los bordes del coño. Mientras se acariciaba los pechos con una mano, metió con la otra la punta del consolador entre los labios mayores. Lo hizo penetrar con gestos suaves, llegando muy pronto a la membrana del virgo. Detuvo sus caricias en los pechos para encargarse del clítoris erecto y fuera del fino capuchón.
Deseando prepararla lo mejor posible para la desfloración, Ninon acompañaba sus caricias con palabras tiernas. Considerando que había llegado el momento, hundió con un golpe seco el olisbos en la dilatada vagina. Clarisse gimió cuando la rígida punta atravesó su himen, pero fue tanto por efecto del pasajero dolor como por el placer que nacía en ella. Ninon hizo resbalar el consolador durante unos minutos antes de retirarlo.
Fue a buscar una toalla para secar la sangre que había brotado de la vulva, antes de dirigirse a Gérard.
—La virginidad es suya. Pero, cuidado, tenga la bondad de gozar fuera del coño. No quiero que me la preñe usted.
Caldeado por lo que acababa de ver, el pintor se había levantado. Sacó su tensa verga de la bragueta. Con las piernas algo dobladas y las manos en el interior de los muslos de la muchacha, penetró delicadamente la vagina.
Ninon se había sentado en el borde de la cama, junto a Clarisse. Mientras cosquilleaba de nuevo el clítoris, tomó los cojones para palparlos. A Gérard le recorrió un violento estremecimiento ante el contacto de los cálidos dedos con sus bolsas llenas de leche. Hundió lentamente la polla en la vagina húmeda y ardiente. Clarisse gimió cuando el glande tocó su útero. Se abandonaba a la penetración de aquel hombre y a las caricias de su tía, sin saber ya muy bien dónde estaba.
Gérard comenzó sus movimientos de vaivén por la vagina, procurando contenerse. Algo que le resultaba tanto más difícil cuanto Ninon seguía magreando, deliciosamente, sus cojones. Moviendo con violencia las caderas, Clarisse gozó de pronto lanzando agudos gritos. El sexo que le oprimía la verga avivó el placer del pintor. Haciendo grandes esfuerzos para mantener su sangre fría, Gérard sacó la verga de la empapada vaina. Fuertes y copiosas salvas brotaron, casi enseguida, al borde de la vulva y entre los pelos del coño. Estimulados por los hábiles tocamientos de Ninon, los huevos soltaron un último chorro que roció la mata del pubis.
Ninon intentó ocultar su turbación diciéndole a Gérard: —Está muy bien. Déjeme a solas con mi sobrina.
Satisfecho por lo que acababa de vivir, el pintor salió de la habitación tras haberse abotonado con rapidez. En cuanto se hubo marchado, Ninon se quitó la falda, bajo la que iba desnuda.
Muy excitada, se arrodilló en la cama sobre el rostro de Clarisse. Había tomado el consolador y lo clavó, de pronto, en su mojada vagina pidiéndole a su sobrina que la lamiera. Ésta obedeció mientras su tía se daba de pistonazos con el sexo de ébano. Ninon lo retiró al sentir que se acercaba el orgasmo.
Gozó de pronto, regando la boca de Clarisse con abundante melaza.
Minutos más tarde, Clarisse fue a la pequeña habitación que había ocupado ya, junto a la de Violette.
ESTÁS LEYENDO
Dos Hijas Ninfómanas
RomansaNinon, dueña de un café parisino, tiene una fantasía oculta que invade cada noche el calor de su alcoba: la belleza adolescente de sus hijas, Rose y Violette, despierta en ella un insoportable deseo sexual Ninfómania: Obsesión con pensamientos o com...