—No, no, no, este no. Tráeme el verde —dijo SooMan. Se quitó el chaleco de color burdeos, el tercero que rechazaba, y se lo devolvió a su ayuda de sirviente.
Un hombre de mediana edad, con cara de pocos amigos, le devolvió la mirada desde el espejo. Nunca había sido realmente apuesto, pero, en su mejor momento, siempre impecablemente peínado y vestido, con las mujeres y donceles más deseables de las capas más altas de la sociedad cogidos de su brazo, había sido un hombre muy admirado.
Quince años en el campo y, de repente, se había convertido 6 un paleto. Su ropa estaba pasada de moda, era de una década atrás. Había olvidado cómo fijarse el sangtu. Y estaba seguro de que ya no recordaba cómo seducir a nadie. La seducción era una cuestión mental. Un hombre seguro de sí mismo, al cien por cien, tenía a sus conquistas comiendo de su mano. Un hombre que solo está seguro de sí al ochenta por ciento, solo tiene palomas comiendo de su mano.
Y este hombre al ochenta por ciento, por razones que solo el diablo conocía, había invitado a la señora Doh a tomar el té —¡el té!— como si él fuera una ancianita temblorosa esperando anhelante unos cuantos chismes y cotilleos.
Peor todavía, como si fuera un pobre diablo sentimental que quiere hacer retroceder el tiempo treinta años.
Su sirviente volvió con un chaleco verde oscuro, el color de un valle densamente poblado de árboles.SooMan se lo puso, decidido a quedarse con esta elección, tanto si le daba aspecto de príncipe como si tenía pinta de rana. No parecía ninguna de las dos cosas, solo parecía un hombre perturbado, confundido y ligeramente aprensivo, que no se había abandonado, exactamente, ni tampoco se había conservado.
Tendría que servir, suponía.
El palanquín de la señora Doh se detuvo delante de la mansión justo cuando pasaban dos minutos de las cinco. Bajo su sombrilla, tenía un aspecto tan refinado y decoroso como una taza de té de la propia reina. Le gustó el atuendo que había elegido: un hanbok de color crema y azul pálido. Le gustaban los cremas y pasteles que dominaban en su guardarropa, los colores de una eterna primavera, aunque si alguien le hubiera preguntado durante su época de hombre de mundo, habría decretado que esos tonos eran demasiado pedestres.
La recibió él personalmente, tendiéndole la mano, para que se apoyara al bajar del coche. Ella estaba complacida y un poco desconcertada; bien, así ya eran dos.
—Vine a verlo hace unas semanas, excelencia —dijo ella entre tímida y desafiante—. No estaba en casa.
Los dos sabían que sí que estaba en casa. Pero solo él sabía que la había estado observando desde la ventana del piso superior, con una mezcla de exasperación y fascinación.
—¿Pasamos a tomar el té? —dijo, ofreciéndole el brazo.
Según los criterios de los gukgong, esa residencia era más que modesta; era absolutamente modesta. Mucho tiempo atrás, cuando él tenía algo más de veinte años, lo habían invitado al palacio de Deoksugung. Mientras el palanquín se iba aproximando al imponente edificio, desde lejos, lo había consumido una sensación de inferioridad; comparada con el coloso que era la propiedad ancestral de los soberanos, su propia mansión solariega parecía meramente una vicaría con pretensiones.
Sin embargo, la grandiosa fachada de Deoksugung había demostrado ser solo eso, una fachada o, para ser más precisos, un espejismo. Porque según el vehículo se acercaba a la casa, resultó que esta estaba en muy mal estado. Dentro del gran mansión, las cortinas estaban polvorientas y llenas de agujeros, las paredes oscurecidas y el techo con goteras en casi todas las habitaciones; esto después de que la familia hubiera vendido las famosas gemas
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𝑷𝒂𝒄𝒕𝒂 𝑷𝒓𝒊𝒗𝒂𝒕𝒆 [ChanSoo]
Fanfiction𝐸𝑛 𝑙𝑎 𝐶𝑜𝑟𝑒𝑎 𝑑𝑒 𝑓𝑖𝑛𝑎𝑙𝑒𝑠 𝑑𝑒𝑙 𝑠𝑖𝑔𝑙𝑜 𝑋𝐼𝑋, 𝐿𝑜𝑟𝑑 𝑦 𝑆𝑖𝑟 𝑃𝑎𝑟𝑘 𝑒𝑛𝑐𝑎𝑟𝑛𝑎𝑛 𝑢𝑛 𝑚𝑎𝑡𝑟𝑖𝑚𝑜𝑛𝑖𝑜 "𝑝𝑒𝑟𝑓𝑒𝑐𝑡𝑜", 𝑏𝑎𝑠𝑎𝑑𝑜 𝑒𝑛 𝑒𝑙 𝑟𝑒𝑠𝑝𝑒𝑡𝑜 𝑦 𝑙𝑎 𝑙𝑖𝑏𝑒𝑟𝑡𝑎𝑑, 𝑠𝑜𝑏𝑟𝑒 𝑡𝑜𝑑𝑜 𝑝𝑜𝑟�...