1830
Un soldado caminaba por la noche sobre la gran muralla que protegía el imperio, sobre el altísimo camino rodeado de afiladas tablas de madera. La Luna cubría con su espesa luz de llena el lustrado de las piedras de los toscos muros, paredes altísimas que en su cima comprendían algunos metros para que los guerreros que salvaguardaban a su pueblo de las criaturas y los espíritus oscuros, tuvieran el espacio para un duelo a favor. La mayoría le temía principalmente a los crueles bandidos que atajaban con disparos al anunciar que su pólvora estaba lista para probarse si no recibían el oro del pueblo; otros preferían atacar en silencio por las noches y escabullirse entre las casas de pobres y ricos para abastecer sus bolsillos. Se creyó ilusamente que eso no sería un problema cuando la gran muralla fue construida miles de años atrás, conteniendo con protección y cuidado la pureza de los tesoros y de su gente. Estaba rodeada por un bosque de aspen, árboles curveados que presumían sus hojas tan amarillas como el Sol antes de ocultarse detrás de las numerosas colinas del nublado horizonte. Sus troncos eran blancos como la nieve, y si mirabas correctamente, los ojos en la madera que yacían impregnados numerosos desde sus raíces hasta la punta de sus ramas, te observaban. La neblina durante la noche discrepaba con la claridad del bosque en el día, puesto que la blanca cobertura de la madera reflejaba la luz del Sol blanquecina y sus hojas destellaban como girasoles. Esa noche parecían haber resguardado algo de luz, por lo que un reflejo fantasma iluminaba como pequeñitos faroles, producto de los espíritus que mantenían un bosque seguro.
Esa misma noche, cientos de soldados hacían su guardia como de costumbre, pese a que la mitad del sendero era vigilado hacia los adentros de la ciudad, ya que varios ataques se habían presentado en los cementerios. Se rumoreaba que un hombre que escupía fuego de su boca y que saltaba tan alto como un animal, torturaba a sustos a las personas deambulantes y las atacaba, sin embargo, se caracterizaba por nunca herir gravemente a nadie, distinguiéndose con una apariencia refinada y un risa malévola al huir de la escena del crimen. Su diversión era la principal causa de su eterno truco. Conforme más ataques se presentaban, el pánico revelaba más habilidades sobrenaturales, hubieron múltiples intentos de arresto, pero hasta ese entonces ninguno fue fructuoso. Las autoridades contaban con el apoyo de sus detectives y nuevos aleados; llegando a la hipótesis de que no se trataba de un solo hombre, sino de lo que probablemente era un grupo de personas, alguna pandilla que usaba trucos de magia ostentosos para hacer de las suyas. Nadie tendría un estatus tan alto como para invertir su tiempo y esfuerzo en travesuras, no podían culpar a las clases inferiores, se trataba de un reto entre burocráticos. Alguien verdaderamente chiflado.
Las mejores casas de la ciudad estaban en los bordes y unidas a la muralla, facilitándole así a los guardias, quienes hospedaban, la labor que cumplían en el nombre de su nación. En la entrada sur, la mayoría de los pueblerinos se habían acostumbrado a escuchar montones de ruido en la décima casa de la muralla, ver extraños destellos salir de las ventanas, golpes recurrentes, e incluso los rugidos de extraños animales y voces extraterrenales. Aquella noche no era la excepción, debido a que en los adentros de la casa, alguien se encontraba cortando un trozo de madera para completar su modelo base para la nueva funda de una gran espada. Por fin una noche sin magia.
- ¡Ethan! ya detente - advirtió Stephan a su compañero con el cual compartía el uniforme - ¡Los vas a despertar a todos! - Su voz era casi imperceptible. Ethan se apoyaba en una vieja mesa astillada sobre el comedor. Todo estaba profundamente oscuro, no se suponía que estuvieran en casa. El hogar que el gobierno les otorgó a cambio de su protección en la muralla era particularmente diferente a las demás, puesto que los tablones de madera del suelo estaban pintados de un azul desgatado, turquesa al deslavarse con los años. Cada de los soldados tenía dos habitaciones y un extenso sótano - Por eso nadie nos quiere realmente aquí - dijo al rendirse y tenderse sobre uno de los viejos sofás que rechinaban junto a la ventana, la única fuente de luz, alumbrando su entretejida tela desgastada. Veía por las alturas el resto de la villa, alumbrada por los antiguos faroles de fuego que continuamente combatían a la negrura con amarillentos intentos de desvelo sobre los tablones de madera de las construcciones.
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𝙴́𝚃𝙴𝚁
FantasíaLas puertas grisáceas se abren y las sombras en las alfombras carmesí te atan a un destino que no conoces. Donde el tiempo tarda en ajustarse a lo conocido pero ordena todo lo qué pasa, dentro y fuera del paralelo. Un mundo en el que el pasado es la...