𝙰𝙼𝙰𝚁𝙸𝙻𝙻𝙾

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1829

El verano azotaba después de un no muy fresco invierno, enlazado pero atorado con el otoño que lo único que dejó fueron hojas secas, cielos violetas y lunas rojas. El Sol se asomaba entre las hojas de un verde oscuro de las cuales colgaban lianas y diferentes frutos que nunca se habían visto en otro lado. Entre el suelo inquietado por montones de troncos y arbustos sin lugar de la selva, alguien caminaba con algunos cuantos libros y armas, siguiendo los pasos de otras almas viajeras que le soplaban en el oído la diferencia que había entre una letra u otra de un dialecto desconocido que trataba de comprender. Ethan se encontraba escabulléndose cuidadosamente en pleno día soleado, buscando un talismán especial que revelaba el pasado incierto a quien lo poseyera y deseara el saber. Buscado por muchos brujos y cazarrecompensas al ser codiciado su poder y fortuna; Ethan lo veía más como un trofeo de gran valor, pues pertenecía a las últimas generaciones de takirua, los seres de dos cabezas que se enriquecían de los montones de tratos que preservaban con dioses, de estos descendieron las tohuru, mujeres brujas que tenían que vender tres ojos de sus antecesores a los dioses lechuza para que les otorgaran juventud casi interminable, una traición concesivamente pagada.

- ¡Maldición! - Refunfuñó el joven mientras desatascaba su pierna de una de las plantas afiladas que se enrollaban al rededor de ésta, deseando meterlo bajo tierra mientras su piel se enrojecía. Logró liberarse y a cambio regresó un buen golpe que aplastó sin rencor a la carnívora, para terminar, deshidrató por completo a las artimañas de su alrededor hasta volverse polvo en el suelo. Terminó por espantar las aves blancas que abundaban en esa zona, seguro que eran muy importantes. Volvió a arremangar sus mangas y su pantalón a la mitad de sus piernas tras haberse manchado de lodo anteriormente. Parecía un lío, y sí que lo era. Creía caminar en círculos pero dudaba que el cielo tuviera que cambiar de color para avanzar en un espacio tan monótono como una selva, buscaba una ciudad perdida que le diera acceso al camino bajo tierra. Había partido de casa en el barco del puerto más cercano, que en realidad estaba lo suficientemente lejos para decidir no traer a nadie consigo. Ni a su distraída abuela le apetecía vigilarlo, incluso después de enterarse de lo que pasó en su ausencia hace más de un año, aunque si que fue difícil convencerla de dejarlo salir hasta un par de meses después.

Creyó asegurarse de entender perfectamente el antiguo dialecto casi perdido en el que se había escrito el pequeño libro que sostenía en sus manos como mapa, hace un montón de años, más que solo siglos, el cual había encontrado tras un trato con la antigua civilización, cosa que otros cazadores de tesoros no se tomaron en cuenta, los otros buscadores que solo querían su resultado y fortuna sin pensar en el medio. El libro le indicó que para encontrarlo, debía llegar hasta las costas de Hiriwa, parte del archipiélago de las islas que conformaban la costa del mar cromado, e introducirse entre las selvas para encontrar los pasadizos y la cueva donde se encontraba la forja del talismán, sin embargo, no recordaba que las últimas partes del libro fueran tan confusas las primeras tres veces que lo leyó, creía estar claro. Sabía que así el camino no sería difícil, pero había algo que no lo dejaban quedarse varado en casa. Había un problema como era de esperarse. No solo quería evitar perderse en aquella selva enorme, sino que también necesitaría la ayuda de un buen lingüista que haya aprendido "a la antigua" para que lo ayudara a descifrar el último código que restaba para ubicar la cueva entre el extenso lugar.

A la hora de partir, había pensado en tomar nuevamente el tren Marie, sin embargo este no cruzaba aguas aunque flotara sobre los árboles, pues se entrometía entre el nacimiento de las sirenas, hijas de las ballenas del cielo.

Entre sus distraídos pensamientos, se recordó a sí mismo que la sangre en su ropa no le daría una buena imagen a los muchos espíritus de la selva, así que se inclinó en un pequeño charco de agua que la tierra sostenía enlodada con sus almas de liana. De su mochila sacó un liquido blanquecino que al verterlo purificaría el agua en tan solo unos segundos, eliminando como tinta en reversa el marrón del agua, cristalizando como hielo solo los bordes de la tierra que creaban el pequeño lago. Limpió la sangre que aún conservaba en las comisuras de su boca para no incriminarse de una temprana merienda sobre sus colmillos. Le dio forma a su cabello que se enlisaba con la humedad pero con el movimiento se volvía a ondular, devolviéndole el aspecto libre que gritaba físicamente. Sacudió su ropa con sus propias manos al levantarse de la incomoda posición. Aunque no le importaba la impresión que los demás pudieran tener de él, le desagradaba verse de forma tan primitiva y como sería que otras criaturas podrían encontrarlo con olores a tinta ocre, cosa que aprendió vanidosamente de su abuela que limpiaba enfadada los desordenados pares de chaquetas que usaba de niño, lo cubrían de un fuerte frío inexistente mientras ella lo regañaba por dejar pedazos de carne en las mangas, pequeños problemas que arrastró de su madre cuando cazaba. Salió algo molesto pero aún con paciencia del lugar, definitivamente se sorprendió cuando notó que había un pueblo fuera de la verdosa cerca, un lugar transitado por múltiples visitantes de todo tipo, aunque el hombre con un saco largo que encapaba hasta sus rodillas, que además ingresaba en uno de los lindos escenarios con un azulado portal que abrió y cerró con cotidianidad no era fácil de pasar desapercibido. Sus libros necesitaban una actualización, no contaba con una civilización completa, sobre todo de humanos. 

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