Capítulo XLIII

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Había tenido suerte de moverse por la variedad de playas durante estos días, los viajes por yate eran asombrosos y magníficos, sintiendo el limpio aroma a agua entre sus poros y sus cabellos bailando por los vientos conociendo lagunas y bahías silenciosas; Demon no mintió cuando dijo que era un completo paraíso, pero sin duda alguna, en el corazón del archipiélago de Maldivas era su playa favorita, sobre todo de noche en ese rincón escondido de la isla de Vaadhoo donde esa noche se alojaron.

Una pequeña cabaña de playa en la privacidad de los demás habitantes y hoteles, con una magnífica vista de aquel fenómeno bioluminiscente azul cada vez que las olas golpeaban contra las costas, ¿cómo resistirse a eso? Elizabeth prácticamente rogó quedarse ahí y, por ende, Meliodas no se lo negó.

Bajo las pocas farolas escondidas entre las palmas, con uno de sus largos vestidos de playa, dio una larga caminata nocturna dejando que el agua chocara contra sus pies descalzos, así como curiosa por la reacción del agua en contacto con su piel, hasta simplemente detenerse y extender sus piernas en contra de la costa, solo viendo la oscilación del agua en forma de ondas sin darse cuenta de la presencia del rubio a sus espaldas.

—¿Qué haces aquí sola? — se sentó a su lado para hacerle compañía, acto que la albina no reprochó, al contrario; agradeció en silencio cercanía con una perfecta curva en sus labios.

—Me relajaba un rato. Aprovecho que solo nos quedaremos tres noches más por aquí antes de volver. — el dorado y zarco se posó en el amplio cielo nocturno lleno de parpadeantes estrellas. Soltó un largo y melódico suspiro lleno de quietud y amor que erizaron la piel del varón. —Es muy tranquilo y hermoso de noche.

—Lo es. Realmente te encanta este lugar. — no necesitaba cuestionárselo para darse cuenta, pues desde que llegaron, ella no se había apartado del tan místico lugar que sus ojos brillaban con solo recordárselo.

—Podría vivir enamorada de solo la vista. — murmuró con unos ojos cristalizados en ilusión.

Meliodas por su parte dejó escapar un resoplido silencioso y ciertamente temeroso como vacilante. Tal vez era la soledad en la que habían cohabitado o la armonía entre ellos que sentía que podía confiar en ella como simplemente lanzarse del cielo y que la atraparía con unas alas de ángel; sin embargo, ese sentimentalismo lo volvía muy venerable a sus propios sentimientos, pero realmente debía decirle la verdad con la que había vivido sellado en sus labios desde hacía años atrás desde que era solo un niño, aunque corriera el riesgo que ella se asustara de ese pasado.

—Elizabeth... — por el tono sereno de voz que escucho, la aludida le volteo a ver enseguida percatándose de su oculta mirada sombría.

—¿Qué pasa Meliodas? Nunca te había visto tan serio. — se preocupó, claramente lo estaba, ¿será que estaba molesto por algo? Esa duda quedó descartada cuando en sus ojos vio una expresión que nunca le había visto: unos verdes ojos infantiles que fulminaron su corazón en ternura.

—Solo quiero hablarte de mi... — relamió sus labios. —...Mi problema. Creo que mereces saber cuál fue la causa de mi estrés post trauma, así como de la clase de familia de la que provengo. — le vio vacilar un par de segundos, a lo que interrumpió rápidamente antes de que pudiese decirle algo.

—No me lo tienes que contar si no lo quieres, debe ser difícil recordar y...

—Zaratras me ha recomendado hablarlo, eso puede reducir mis problemas de expresión y crear un vínculo de confianza con la persona que lo comparto. — comenzó. —Además, odiaría que desconfiaras de mi por los rumores; ahora que eres mi esposa, seguramente te verás envuelta en calamidades de muchas bocas respecto al tema, así que prefiero que te enteres por mí que por alguien más que ponga en juego nuestra relación. — fuera de lo que decía, no solo sentía que debía decirle, realmente quería hacerlo y la albina lo entendió con su mirada.

La Señora de Demon || MelizabethDonde viven las historias. Descúbrelo ahora