Capítulo 7

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Nathalie se revolvió inquieta sobre la cama. Algo a la distancia le molestaba. Era un murmullo. Un zumbido que se escuchaba ahogado en alguna parte y que estaba irritando su sueño.

Giró la cabeza contra la almohada, con los labios fruncidos y el ceño también, intentando evitar el incesante sonido que no la dejaba descansar. Se revolvió entre las sábanas, intentando huir, pero nada de lo que hacía — ni siquiera ocultar la cabeza bajo la almohada —, era suficiente para escapar de aquella infernal musiquilla. Porque se dio cuenta, para su desgracia, que una vez terminaba y le daba unos gratos segundos de paz y armonía a la habitación, los justos para pensar volver a conciliar el sueño, el zumbido ahogado y la canción baja volvía a atormentarla.

Al final, se rindió.

No podría seguir durmiendo hasta que detuviera ese sonido. Abrió los ojos enfurruñada y encontró oscuridad. Alargó la mano hasta la mesita de noche y dio manotazos hasta hallar el interruptor de la lamparilla. Cuando la luz iluminó parcialmente la habitación, se cubrió los ojos molesta y se incorporó apoyando su peso en unos de sus codos, mientras que con la otra mano se ponía los anteojos. Sentía los ojos irritados, como si estuvieran llenos de arenilla cada vez que pestañeaba y eso la molestó mucho más. Barrió con la mirada la habitación y se dio cuenta que, para su desgracia, la música indecentemente alta venía desde el salón.

Con un gruñido bastante poco femenino y un juramento inteligible entre dientes, que de seguro hubiera escandalizado a su madre, apartó las mantas enredadas en su cuerpo y salió en busca de la maldita melodía. Encendió las luces del salón, mientras se tallaba el ojo derecho con los dedos y caminó hasta la encimera de la cocina, donde su móvil sonaba sin parar sobre la superficie de la isleta. Había llegado tan cansada a casa que ni siquiera se había acordado de llevarlo consigo a la habitación. Suspiró mientras se dejaba caer sentada sobre un taburete, cerró los ojos y apoyó el lateral de su cabeza en la palma de su mano, cuyo codo estaba sobre la encimera. Contestó sin siquiera revisar el identificador.

—Nathalie Sancoeur — saludó displicentemente, y tuvo que apretar fuertemente los labios para evitar que se le escapara un tremendo bostezo.

—¡Nate!

El chillido al otro lado de la línea la despertó de sopetón. Abrió los ojos, dejó caer el brazo e irguió los hombros.

—¿Rosita? — preguntó vacilante.

Alejó ligeramente el teléfono de su oreja y dio un vistazo a la pantalla, para cerciorarse no haberse equivocado. De paso miró la hora. Eran las dos de la madrugada; demasiado temprano para recibir una llamada de ella, que esa noche le tocaba quedarse en la mansión, sobre cómo había amanecido Adrien. Y también era demasiado tarde para que esa llamada fuera de mera cortesía o simplemente para socializar.

Inevitablemente tensó la espalda y cada vello de su cuerpo se erizó con el miedo arañado sus entrañas.

—¡¿Qué hago?! — dijo Rosita alterada —. Está mal. Está mal — balbuceo —. Ya llamé al médico, pero no para de llorar. Nathalie, no sé qué hacer. Él estaba bien. Te juro que estaba bien y cuando he venido a verlo...

Nathalie se levantó como un resorte del asiento, completamente con los sentidos alerta y trotó de vuelta su habitación.

—¿Qué tiene? ¿Qué le ocurrió a Adrien? — preguntó, internándose en su cuarto y arrojándose sobre sus cajones para tirar de mala manera de algunas prendas de ropa.

—Tiene fiebre. Está ardiendo en fiebre y vomitó. Él estaba bien. Te juro que estaba bien... no sé... no sé...

—Cálmate — exhortó, Nathalie, aunque no sabía si se lo decía a la pobre chica alterada o a ella misma que se movía frenéticamente poniéndose la ropa y buscando desesperada un par de calcetines y unas zapatillas de deporte —. ¿Le pediste a Dante llevarlo al hospital? ¿Dónde está el señor Agreste?

Lo que él diga [Gabrinath | AU]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora