Capítulo 1

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Cuando Nathalie postuló para trabajar como asistente personal, pensó que su estadía allí duraría un par de meses e incluso que no excedería el año. Sin embargo, desde el penoso día donde había llegado a la mansión Agreste, sin un gramo de experiencia en el cuerpo, y más por obligación que por gusto, ya no pudo dar marcha atrás a aplazar su propia vida con tal de mantenerse en ese lugar. Y no era que se arrepentía diariamente de aquella decisión, solo que días como aquellos, cuando el cascarrabias de su jefe le daba un regaño brusco — casi a gritos — solo por no ser lo suficientemente eficiente, era que se replanteaba seriamente seguir en ese lugar. No era una mujer de mundo, ni la más perfecta, pero le ponía pasión a su trabajo lo suficiente para llegar al extremo. Y aquellos reclamos tampoco sucedían a menudo, pero cuando lo hacían, le tocaba la moral tener que bajar la mirada y aceptar las duras y frías palabras de su jefe por tonterías. Porque exactamente eso eran sus absurdos reclamos; boberías sin sentido.

Suspiró desganada y se sentó tras su escritorio de caoba.

Como su pequeño cubículo se encontraba a las afueras del despacho de su grandisimo e idiota jefe, se dio un par de minutos para respirar profundo. Se quitó los anteojos, apoyó los codos sobre la superficie y ocultó el rostro entre las manos. Repitió dos sencillos y eficientes mantras para esas oportunidades: «Agradece lo poco que tienes, porque hay algunos que no tienen nada» y el infaltable «Amo mi trabajo. Amo mi trabajo. Amo mi trabajo»

Y, de verdad, lo agradeció. Pensó en su pequeño piso, en los pequeños lujos mortales que se daba de vez en cuando y se concentró, sobre todo, en que si seguía trabajando como hasta ahora, podría obtener el sueño de su vida más pronto que tarde. Con aquello en mente, mucho más renovada y motivada a seguir adelante con el día laboral y las pocas horas que le quedaban para ir a casa ese viernes, es que se puso a trabajar. Ordenó los archivos, revisó los correos y organizó toda la documentación propicia. Le llevó un par de tazas de cafés a su neandertal y ermitaño jefe, como mandatos y ofrendas de paz, y se sumergió en su quehaceres pendientes decididamente hasta que la hora de irse llegó en un abrir y cerrar de ojos. Comenzó a organizar todas las cosas en su escritorio y a responder los últimos correos pendientes cuando una vocecilla infantil, que conocía muy bien, llamó su atención.

—¿Nate...?

—¿Sí? — inquirió sin dejar de redactar el e-mail.

—¿Puedes leerme un cuento antes de irte?

Nathalie levantó la mirada del monitor de la computadora y la posó en el niño que se hallaba de pie, con una mantita verde afelpada abrazada a su cuerpo. Sus tiernos ojos verdes e infantiles, esperaban con paciencia y algo de temor su respuesta. Nathalie le sonrió con cariño. Su carita dulce, con desordenado cabello rubio, estaba ligeramente ladeada.

—Aún es temprano para dormir, Adrien — le dijo con suavidad, desvió la mirada a la pantalla del computador y se cercioró de la hora; siete de la tarde exactas, justo la hora de su salida. Volvió la mirada al niño y prosiguió —. Ni siquiera has cenado aún.

—¿Te quedas a cenar conmigo? — preguntó el niño.

Ella negó suavemente, rechazando su petición.

—No puedo, cariño. No es apropiado. Además, ya cenamos juntos ayer, ¿lo recuerdas?

—No quiero cenar solo hoy — murmuró el pequeño con sus ojitos llenándose de lágrimas —. Siempre como solo, ni siquiera Nicole se queda conmigo — confesó con tristeza, aferrándose a su mantita y haciendo alusión a la descuidada niñera que había sido contratada hace unas semanas.

A Nathalie no le gustaba esa mujer. Su forma inapropiada de tratar al niño había hecho que intercediera en su defensa muchas veces, ganándose uno que otro reproche de su jefe por interferir en el trabajo de la señorita Pinnock. Uno que verdaderamente no hacía como debía. Adrien siempre se encontraba solo cuando no debía, hacía los deberes que a veces estaban mal e incluso sus horarios de sueño se encontraban descompuestos. Un niño pequeño necesitaba reglas y amor, y ninguna de las dos cosas se le proporcionaba en esa enorme mansión de hielo donde solo se respiraba silencio. Ni siquiera su arisco jefe le daba a su propio hijo bien estar y, muy en su interior, Nathalie lo maldecía por comportarse de esa manera con un niño de seis años tan hermoso, risueño y encantador. Adrien se merecía a un padre, pero su jefe no participaba en ese papel desde hace mucho.

Lo que él diga [Gabrinath | AU]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora