Dominic y yo nos sentamos sobre la arena seca a contemplar el atardecer por los próximos diez minutos. Brillante, anaranjado, tranquilo... y difuso. Solo podíamos ver manchas de una misma gama de color y una luz incandescente a la distancia. Aun así, el momento era totalmente disfrutable.
Y no por el paisaje que ninguno de los dos apreciaba claramente, sino por el espacio y el tiempo que compartíamos juntos. Un momento que no pensé experimentar pronto ni en ningún otro momento de mi vida.
Al principio me cohibí, abrazando mis rodillas, mirando con nerviosismo hacia adelante. Mantuvimos pocos centímetros de distancia uno del otro, pero él, con su poca vergüenza a todo, me rodeó con el brazo por la espalda y me pegó sutilmente a su cuerpo.
Ambos temblábamos, pero cada vez menos. Era una confianza mutua que tenía que ganarse con el tiempo. Mi corazón recuperó calma a los pocos minutos y mis mejillas adquirieron su nuevo y característico color frambuesa. Al final, una vez que me sentí completamente en confianza, recargué mi cabeza sobre su brazo y hombro.
Por en medio nos tomábamos de las manos con fuerza, con su rosa entre mis dedos. Y ahí fue cuando recordé mi primer día en la habitación del hotel, cuando me asomé por el balcón y vi una hermosa pareja apreciando lo mismo que nosotros en ese momento. En lo cursis que se veían, en la envidia que me producía. Y ahora yo me estaba llevando la mejor parte sin pedirla siquiera.
Como siempre me dijo Solange, mi madre y quién sabe cuántas páginas motivadoras de internet; las cosas llegan cuando menos piensas en ellas.
—El tiempo ha cambiado tanto, Ai... —mencionó cuando el sol estaba en su punto más anaranjado—. En los 90 regalabas un cassette con las canciones de la radio que más te recordaban a esa persona importante. En los 00 quemabas CD repletas de música pirata. Hoy hacemos listas en Spotify y las compartimos por un link.
Incliné la cabeza un poco, juntando las cejas para analizar sus palabras. Aunque los cassettes, CD y listas de Spotify fueran muy diferentes entre sí, tenían un elemento importantísimo en común: La música. Y no solo eso; conservaban el mismo valor sentimental.
La música siempre será un método importante para decir lo que sientes. Dominic lo tenía más claro que nadie y me lo quería demostrar.
—¿A qué viene eso? —comenté yo, con voz apaciguada.
Él nos separó ligeramente para ponerse la mochila en las piernas. La abrió de inmediato, riéndose de que no era necesario que me cubriera los ojos porque igual estaría ciega durante un buen rato.
—Hice una lista de Spotify para ti. —dijo con auténtica alegría. Sacó su celular y los AirPods—. Sé que no es un CD o un cassette, pero si quieres uno, también puedo regalártelo.
Tomé uno de los AirPods de sus manos y me lo puse en la oreja correspondiente, tímida. Sus dulces palabras me dieron un retortijón al estómago que apenas pude contener. Sonreí a medias todo el tiempo, ansiosa por indagar en la lista de reproducción y descubrir cuáles eran las canciones que tenían valor para él.
Me tendió su celular con más confianza de la que esperaba. En mis manos tenía un arma letal, capaz de destruir a Dominic con toda la información que almacenaba. Fotos íntimas, información personal, comentarios fuertes, contactos importantes. ¿Qué solía guardar un hombre en el teléfono?
Al mirar la pantalla, noté que el Spotify ya estaba abierto en la lista especial, así que no pude fisgonear sin permiso en el resto de sus aplicaciones.
La foto de portada era la puerta de mi habitación de hotel. El nombre: Amor. La primera canción: Layla de Eric Clapton. Lo único que escuché de ella había salido de los labios de Dom esa vez que me susurró unos versos antes de nuestro primer beso.
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El contagio que nos presentó [COMPLETA]
RomanceAi, una escritora novata, y Dom, un famoso cantante de punk, se han contagiado de COVID y ahora tendrán que pasar cuarentena a solas en un hotel. *** Para Ai no podría existir peor...