Laila y Mateo no se toleran, pero una muerte les hará ver que sus vidas giran en torno a la culpa y que tienen más cosas en común de lo que creen.
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La...
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Para Laila, el vacío existía, inconmensurable, en tres niveles: en su voluntad delineada por la pérdida, en la oscuridad de la mirada de Mateo y en el mar que se anclaba con un hilo invisible y pulsátil a su corazón. Esa noche, se trenzaron en el espiral que la encadenaría a la vastedad eterna.
Era más de medianoche y los segundos corrían en su mente más agitados que en el reloj. Escuchaba los graves de la música reverberar en la puerta de madera que apenas se mantenía en el marco y, con un eco que solo ella podía oír, se elevaba un llanto que nacía y moría en su garganta.
Una gota de ácido le acariciaba el borde de la mandíbula, a punto de caer al inodoro sucio del baño de mujeres. Otra se sostenía a la piel de sus labios con un hilo que no se cortaba a pesar del tiempo que llevaba ahí. El abdomen le temblaba, junto con las manos y los muslos que la mantenían de cuclillas sobre el piso mojado. Ella misma era una única agitación, vulnerable a la fuerza que la instaba a mecerse con los ojos cerrados, perdida entre la inmundicia de su entorno y la inquietud de su mente.
Tosió y escupió con esfuerzo la poca saliva que acumulaba en la boca. Era tan densa que apenas podía conseguir que abandonara sus labios, tan ácida que le daba pavor tragarla. Tan negra que no parecía haberse originado en su cuerpo.
Apoyó los codos sobre sus rodillas, cansada, e inhaló despacio en un intento de relajarse. La mezcla de orina y desinfectante que llegaba del baño contiguo le daba arcadas, pero, a pesar de que había comido más de lo que había tomado, lo único que ascendía por su esófago era más líquido.
Ojalá hubiera vomitado por el alcohol o por una indigestión. Ojalá no fuera un compromiso el que tiraba de su estómago como si quisiera vaciarla por una impuntualidad.
Se incorporó de a poco, intentando no detener sus movimientos. El mareo no le impedía ubicarse; era el cansancio quien la obligaba a cerrar los ojos. Y, operando sobre el cansancio, se erguía la inmensidad de sus sueños.
Se miró en el espejo que tenía a la izquierda. Las marcas negras de saliva le surcaban la piel como ríos y la quemaban.
—Me cago en todo —susurró.
Abrió la canilla para enjuagarse las manos cuando pasó. El agua helada se enredó entre sus dedos, rodeó su piel y ascendió hasta su muñeca en un camino gélido que le recordaba al contacto con la superficie del mar. Allí, al rozar su pulso acelerado, el líquido se oscureció.
—No. No, no, no... —murmuró asustada.
El agua trepó por sus brazos dejando el mismo rastro oscuro que su saliva y se abrió camino por debajo de la ropa hacia su cuello. Ascendió despacio, con un control que escapaba a su entendimiento, hasta colarse por las comisuras de sus labios y por su nariz.
Tosió una vez más. Dejó salir el aire con tanta violencia como pudo al sentir que los hilos se unían en algún punto de su faringe y avanzaban hacia sus pulmones, ahogándola.