13. El reflejo

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Mateo le dio dos golpes suaves en la rodilla con la punta de sus dedos para avisarle que habían llegado

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Mateo le dio dos golpes suaves en la rodilla con la punta de sus dedos para avisarle que habían llegado. Laila lo sabía, el motor había dejado de ronronear, pero no se soltaba. Tampoco se había separado de él. La ilusión de esa noche era tan endeble que temía que se deshiciera en un suspiro.

Apoyó las manos en la espalda de Mateo para separarse y tomar impulso para bajar. Se sacó el casco. Él la imitó.

—¿Te jode si me quedo un rato? —le preguntó.

Laila miró de reojo la ventana de la cocina. La luz estaba prendida y se escuchaba el televisor. Podía imaginar que Graciela iba a permanecer despierta el tiempo que fuera necesario para saber a qué hora llegaba, cómo y con quién.

—Mi tía está despierta y no se puede hacer nada con ella cerca.

Mateo entrecerró los ojos. La sombra que le atravesaba la cara hizo que parecieran más oscuros.

—¿Qué pensás que quiero hacer? —susurró.

—Pedirme perdón, más vale.

Él se bajó de la moto y dejó ambos cascos sobre el asiento. Apoyó la espalda contra el único árbol que había frente a la casa.

—Igual, decía quedarme acá, no pasar.

—Es tarde. No es el mejor barrio para... —Se peinó rápido con una mano y se apoyó de costado contra el tronco. Abrió la mochila—. Hacé lo que se te cante el culo.

Mateo giró hacia ella en cuanto Laila prendió un cigarrillo.

—¿Te sobra uno?

Le brillaban los ojos. Había susurrado, consciente de que ella no quería llamar la atención de nadie en su casa y que podían asomarse por la ventana si escuchaban voces. La súplica en su tono la hizo dudar.

—Pensé que no fumabas.

Buscó en su mirada algún indicio de que tenía razón, pero el hermetismo que lo protegía le impedía ver más allá de su cansancio.

—Hoy hace falta.

Laila levantó el cigarrillo que tenía entre los dedos.

—Es el último que me queda. Si no te jode compartir...

—No, mejor. No sé si puedo terminar uno yo solo.

Cuando lo recibió, Laila vio el ligero temblor de sus dedos. Se lo atribuyó al frío, a una noche que anticipaba que el invierno estaba cada vez más cerca, pero lo cierto era que Mateo no parecía el mismo de la última vez. Tenía la oportunidad de encontrar una respuesta a la duda que la había acompañado durante todo el trayecto y, mientras lo veía fumar con los ojos cerrados, Laila se preguntó hasta dónde podía presionar para conseguir la verdad que había estado a punto de confesarle.

Mateo apoyó la cabeza contra el tronco y cerró los ojos. El humo se escapaba despacio de su boca, sin forma ni ritmo, y sus cejas tensas acompañaron el cuadro que Laila encontraba cegador.

El mar donde sueñan los que mueren [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora