2. Dos hijas no

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El viento le azotaba el cuello y el visor levantado del casco le daba la excusa que necesitaba para justificar que le lloraban los ojos

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El viento le azotaba el cuello y el visor levantado del casco le daba la excusa que necesitaba para justificar que le lloraban los ojos. No ella, ella no lloraba. Se clavaba los dedos en los muslos para evitar sostenerse de Mateo y se mantenía erguida para poner distancia entre los dos. Aparentaba no haber subido a una moto en su vida y una parte de su orgullo sufría por la impresión que dejaba, pero más le dolía estar ahí.

«Sol me necesita ahora, no importa cómo llegue», se repetía en cada esquina, cuando su cuerpo se inclinaba por inercia para acompañar el ángulo de Mateo.

Ella había tomado dos pintas de stout, pero ¿él? No le había prestado atención en toda la noche, solían sentarse en lugares que no les permitieran hacer contacto visual directo y los demás se habían acostumbrado a esa tensión normalizada. No vio lo que había pedido, no recordaba de qué era el vaso que había en su esquina ni cuántos habían sido en total. No sabía si todo lo que había consumido estaba en un vaso y tenía motivos para dudar. ¿Qué tan seguro era ir con él?

«Hipócrita del orto», se dijo. Como si ella no hubiera manejado después de tomar, como si no se hubiera subido a una moto con tipos que estaban peor que ella.

Pero eso era antes. Cuando Sol estaba ahí para pedirle que se cuidara, que le avisara cuando estuviera por volver a casa para esperarla y obligarla a tomar agua antes de ir a dormir.

Las lágrimas heladas se le secaban sobre la piel. No importaba cuánto se arrepintiera, cuántas veces se hubiera salvado, era ella la que estaba de ese lado del mundo, otra vez en la moto de un tipo con más pasado que sentido común, tal como había prometido no repetir.

Bajó la cabeza para limpiarse los ojos y su casco chocó con el de Mateo. Él no se quejó, ni siquiera buscó mirarla por un retrovisor para saber qué había pasado. La ignoraba como si no estuviera ahí, como cada vez que se veían.

No supo en qué momento llegaron ni cómo él encontró su casa. Dejó escapar un suspiro mientras se bajaba de la moto y descubrió, con una punzada de culpa, que la luz de la cocina estaba prendida.

Se sacó el casco y esperó a que Mateo terminara de escribir un mensaje para dárselo. Distinguió el nombre de Luciano en la pantalla.

—Le podía avisar yo.

Él negó despacio mientras guardaba el celular. Laila no había prestado atención a los tatuajes de sus manos hasta ese momento.

—Es capaz de llamarme si no le escribo y no quiero que me joda después.

Le recibió el casco y fijó su atención en ella por segunda vez en la noche. Parecía tener una pregunta al borde de los labios y Laila dio un paso al frente sin querer, movida por la curiosidad. Mateo la saludó con una inclinación rápida de cabeza antes de arrancar la moto y desaparecer por la esquina, dejándola con la incertidumbre. Ella no le agradeció por haberla llevado, él no esperó a que entrara. Los minutos de tregua habían muerto para dar lugar a la normalidad.

El mar donde sueñan los que mueren [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora