23. Una muestra de confianza

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El auto de Luciano avanzaba tan despacio que Laila tenía tiempo para detallar cada rama de los árboles que veía por la ventana

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El auto de Luciano avanzaba tan despacio que Laila tenía tiempo para detallar cada rama de los árboles que veía por la ventana. Así lo había pedido para retrasar su llegada a casa, para dilatar los últimos minutos que tendría antes de encontrarse con la mirada perdida de Mercedes, con la desaprobación en los labios de Graciela. Prefería estirar la ansiedad como tortura antes que terminar con esa mañana sin haberse preparado lo suficiente.

Luciano apenas había hablado en el trayecto. Mencionó algo sobre lo bien que se había despertado y cuánto merecía un fin de semana solamente para recuperarse de ese domingo, y llamó a Jorge para cambiar la cena de esa noche por un almuerzo al día siguiente. Laila alcanzó a escuchar parte de la discusión.

—¿Ya se arreglaron? —preguntó en cuanto supo que había cortado la llamada.

—Más o menos. Le jodió que me quedara en casa por algo de Mateo, anoche se enojó de nuevo porque no quise salir por lo de Marisol.

—¿Cuál es la excusa de hoy?

—No son excusas...

—Ponele.

Luciano suspiró. Parecía que contaba hasta tres antes de contestar.

—No sé cómo va a volver Mateo y quiero estar todo el día en casa, por las dudas.

Laila giró el torso hacia su amigo. Apoyó la cabeza en el asiento, se concentró en su expresión mientras manejaba.

—Te importa más cómo va a estar de ánimo Mateo que arreglar un malentendido con tu novio. Un malentendido que llevás días pateando.

—Mateo se fue a ver al padre, que le dio nuestra dirección a Marisol. Me la juego a que se pelean. No puedo no ver cómo vuelve.

Laila se concentró en la seriedad de su rostro. Tenía los lentes impecables; se había cansado de limpiarlos antes de salir. La barba castaña tenía algunos matices rubios y se notaba que empezaba a cuidarla, aunque no llegara a las dos semanas.

—¿Por qué hago todo mal?

—No vayas por ahí...

—Es que hice todo mal. Mientras más lo pienso, más me doy cuenta de que soy una pelotuda. No tendría que haber ido anoche.

Luciano frenó el auto en la esquina, a media cuadra de su casa. Desde donde estaban, nadie podía verlos. Ni siquiera Graciela, asomada a la ventana, como Laila imaginaba que la esperaba.

—Dejá de echarte la culpa por el gil ese. Él también podría haber hablado de algunas cosas y pateó todo porque prefirió garchar. —Se puso de costado, la miró a los ojos—. Prometeme que no te vas a comer la cabeza con esto.

Laila apenas le prestaba atención. Desvió la mirada.

—Y encima no sé qué decirle, porque le quiero pedir perdón, pero ni siquiera sé cómo está, aparte de enojado con vos.

El mar donde sueñan los que mueren [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora