Laila y Mateo no se toleran, pero una muerte les hará ver que sus vidas giran en torno a la culpa y que tienen más cosas en común de lo que creen.
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La...
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Luciano llevaba minutos sin hablar. El blues melancólico que sonaba en el estéreo los acompañaba discreto, suave, matizando la noche. Laila, recostada contra el asiento del copiloto, no dejaba de mirar a su amigo en silencio. Le notó los ojos enrojecidos desde que la saludó, antes de que abriera la puerta siquiera, pero no podía preguntarle qué había pasado. No si él no sacaba el tema primero.
Lo vio suspirar. El auto olía a perfume y estaba recién lavado. Las alfombras estaban aspiradas y todo parecía indicar que Luciano había dedicado la tarde a limpiar. Con más razón necesitaba saber por qué estaba así, de dónde nacía la angustia que lo atravesaba, pero se mantuvo callada, igual que él. Un suspiro podía ser la puerta a una conversación que ninguno de los dos tenía ánimos para mantener. Menos de un minuto después llegaron a la casa de Nicolás. Laila apretó las tiras de la mochila que llevaba en la falda, pensando en las pastillas que Abel le había dado.
El efecto que tenían las pastillas en ella le resultaba intrigante. No tomó una la misma noche que las recibió, pero las mantuvo cerca. A pesar de que no había cedido a la tentación de probar siquiera una, estaban ahí, al alcance de una noche de insomnio, a una mano y un mal sueño de distancia.
Estaban donde ella podía buscarlas si las necesitaba, pero todavía las podía rechazar. Tenía el poder de rechazarlas.
—Si te querés ir temprano, me avisás —le advirtió Luciano. Media cuadra estaba ocupada con las motos de los amigos de Nicolás—. Se va a poner hasta el culo de gente.
Laila buscó la moto de Mateo en la fila. La podía reconocer incluso con la poca luz de la calle, a pesar de que estaba atrás de un árbol y en plena oscuridad. No dejaba de pensar en cómo el destino la había alejado de esa moto en el momento justo y se preguntó cómo sería capaz de usarla todos los días después de la muerte de Sol si la hubiera comprado cuando tuvo la oportunidad.
Luciano estacionó el auto. Laila bajó en cuanto reconoció a Lucía entre las personas que se saludaban en el jardín. Llevaba dos vasos cargados, uno para ella.
—Campari recién servido para las que no manejamos hoy. —Señaló a Luciano con un dedo—. Vos tomá lo que quieras, pero no voy a ser yo la que te lo sirva.
Laila disfrutó la molestia de Luciano como no había disfrutado ninguna interacción en días. Se sentía diferente desde el encuentro con Abel. Apenas se escribían, pero el saber que estaba ahí, a un mensaje de distancia, le daba la seguridad que había perdido. Había un mundo en el mar y un mundo en el que vivía, y Laila viajaba entre los dos. Abel también. Su transición entre realidades no era irreal si alguien más estaba ahí, compartiendo la experiencia.
No podía verlo, pero Abel estaba. Era todo lo que Laila necesitaba de él.
Los cumpleaños de Nicolás solían ser la reunión preferida de Laila porque siempre conocía gente nueva. Había salido con tres de sus amigos y tenía suerte de haber quedado en buenos términos con todos. Uno era Ignacio, el bajista de la banda, que la saludó con un guiño amistoso en cuanto la vio entrar. Otro era un compañero de clases de Nicolás y Laila solo lo recordaba como «el que diseñó el primer logo de la imprenta», y no solía ir a cumpleaños. El tercero no le sacó los ojos de encima desde que cruzó la puerta hasta que encontró su mirada, y la saludó levantando el vaso de fernet.