43. El descanso y el castigo

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Desde que sacó a Mateo del mar, Laila no había regresado al bote

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Desde que sacó a Mateo del mar, Laila no había regresado al bote. Cada vez que dormía, llegaba a una playa de tierra negra, con la costa al borde de sus pies y la entrada a las cuevas por las que podía llegar a los sueños a un costado.

La primera noche fue cuando volvió a su casa después del hospital. Se bañó sin tener noción de lo que hacía y se acostó, todavía en bata. No le importaba despertarse enferma al día siguiente ni tener que cambiar las sábanas. Y fue esa misma noche, en ese primer sueño, cuando lo supo: el mar quería que deseara morir.

Vio a Mateo a lo lejos, perdido en la playa. Se mantuvo fuera de su alcance, sin saber qué le diría si se encontraran. Verlo dentro de su propio sueño, en la fantasía que su propia cabeza había creado para castigarlo, era diferente a verlo en el plano donde la muerte y los sueños trabajaban en sincronía para que los lazos del duelo permitieran a las almas continuar su viaje. Era distinto verlo ahí, tan vivo y confundido, tan... recién salvado. O condenado. No estaba segura de que él considerara su intervención como una salvación. Tampoco tenía el valor de averiguarlo.

Esa noche, después de admitir que buscaría a Sol, tuvo miedo de dormir. Más bien, de encontrarlo en su sueño. Tuvo miedo de que él la viera arriesgar su última cuota de humanidad por su hermana mientras lo dejaba con la duda de si debía hacer lo mismo. Pero Laila no podía esperarlo, no si consideraba que una noche de incertidumbre para ella podía ser un periodo incalculable en el mar.

La entrada a la cueva no era subterránea, aunque el lugar exacto donde descansaba Sol lo fuera. Laila intentó no pensar en el miedo de Abel mientras le indicaba cómo llegar, antes de que ella terminara de desprenderlo de la pared que lo conectaba con el plano de los sueños que lo apresaba. Cada una de sus palabras sonaba agónica mientras hablaba, mientras le revelaba que Sol estaba cerca, pagando por haber tomado sueños que no correspondían y haber salvado a Mateo. Abel lo conocía, había descifrado su importancia en los silencios de Laila, en la desesperación de su voz cuando lo llamó para decirle que planeaba entrar al mar a la fuerza para sacarlo de ahí. Lo conoció en su sacrificio, en la importancia que le daba. Y decidió que, si no iba a recordar a Laila después del mar, podía ayudarla tanto como le fuera posible sin arrepentirse después.

Se mojó los pies. El agua parecía fundirse con la arena en la grieta que se abría en la piedra y se vio obligada a tocar el mar para entrar. Se sintió observada, descubierta. Se mantuvo firme. Su corazón palpitaba nervioso y Laila inhaló profundo para calmarse. Estaba atrapada en ese mundo, al menos, hasta despertar. No podían prohibirle recorrerlo. Tocó la cara interna de la grieta con la palma de su mano en un intento de pedirle permiso. El hueco en la piedra se abrió aún más.

—¿Es ahí?

La voz de Mateo la sobresaltó. Laila lo descubrió a unos pasos de ella y se preguntó cómo había conseguido avanzar tanto sin que lo notara.

—Sí. Creo que sí.

—¿Vero también está ahí?

Esta vez, solo asintió.

El mar donde sueñan los que mueren [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora